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Dormir a -13° en la intemperie de Río Gallegos

  • Foto del escritor: Santa Cruz Nuestro Lugar
    Santa Cruz Nuestro Lugar
  • 30 jun
  • 3 Min. de lectura

Por estos días en que Río Gallegos vuelve a ser una escarcha eterna, en que el viento te parte la jeta y los termómetros coquetean con los -13°, uno no puede dejar de mirar hacia un rincón que, por alguna razón, se ve pero no se quiere ver.

En el corazón del Complejo Cultural Santa Cruz, justo en el patio interno, bajo las gradas del anfiteatro, pernocta —¡Desde hace tres años!— un chabón. Se llama Federico Mortale, tiene 35 años, y sobrevive con veinte frazadas y un plástico negro que intenta hacer de techo, de escudo contra la nieve, de última defensa ante el abandono.


Desde la Secretaría de Cultura, cuya ventana de la oficina privada da justo a ese patio, se ve clarito. Ahí está. Cada mañana, cada noche. A la vista de todos. A la acción de nadie. En un edificio que supuestamente representa lo mejor de nuestra producción simbólica, el lugar donde deberían florecer las ideas, las letras, la sensibilidad... un flaco duerme como perro callejero, mientras los funcionarios cslefaccionados ceban mate con bizcochos y revisan agendas culturales de cartón pintado.


No es novedad que en Río Gallegos hay una especie de halo mitológico (por no decir "hijoputez") alrededor del vagabundo. Se los romantiza, se los nombra con nostalgia de fogón, como si fueran parte del decorado sentimental. Ahí están: la Maximalista, el indio Capipe, el Leproso, la Cucaracha, Aujier, el Político, Gamito, el Andaluz, Panchito y la Trifona, Castrito y la Cachimba, el Fakir, Pitiguaua, Petao y Quique. Todos rebautizados con apodos más propios del realismo mágico que de la miseria real. Todos convertidos en figuras pintorescas, de postal invernal, de cuento oral que se transmite entre vecinos que “los conocieron” y aseguran que “no jodían a nadie”.


Ahí está el caso célebre del Barón Rostchild: artista, políglota, borrachín, cultísimo y absolutamente pobre. Terminó muerto en la calle, al lado de un charco escarchado, con una botella vacía entre las ropas. Y sin embargo, su historia se repite en libros, en anécdotas, hasta con una especie de cariño beatífico. “Era buen tipo”, dicen. “Un personaje”.


Pero qué rápido se nos va la empatía cuando el vagabundo no es historia, sino presente. Cuando no es un recuerdo sino un pibe con nombre y apellido, tiritando debajo de un nylon en pleno siglo XXI, a metros de donde se hacen lecturas performáticas de poesía y se dictan talleres de “artes visuales no tradicionales”. Qué incómodo es el pobre vivo.


A Federico Mortale no lo inventó la literatura, ni la nostalgia, ni esta columna. Lo hizo visible la crudeza del clima y la desidia del Estado. Y no, este humilde redactor de "Santa Cruz nuestro lugar" no quiere que venga la cana y lo saque de ahí para esconder la miseria debajo de la alfombra. No, loco. Lo que pide es lo que manda la Constitución: un techo, una cama, una mano que no sea para sacarlo sino para bancarlo.


Pero claro, pedir eso en Santa Cruz es casi una herejía. Es atentar contra esa costumbre tan nuestra de ver sin ver, de naturalizar el abandono, de ponerle apodos pintorescos a la miseria para que duela menos. Hoy se llama Federico. Ayer fue Rostchild. Mañana, quién te dice.


Mientras tanto, ahí está: bajo cero, bajo frazadas, bajo plástico, bajo la mirada indiferente de quienes deberían mover el culo. Los mismos que escriben discursos sobre “la cultura como herramienta de transformación”. La única transformación real acá, por ahora, es la del cuerpo de Federico aguantando la noche más fría del año. A ver si alguien, alguna vez, se digna a mirar y a hacer algo.


Porque si la cultura no sirve para eso, entonces no sirve para un carajo.

Y si el Estado no está para eso, entonces ¿para qué mierda está?


Natalio Rostchild duerme en el recuerdo. Federico Mortale duerme en el frío.

¿A cuál vamos a homenajear dentro de cincuenta años? ¿Y a cuál vamos a darle una mano hoy?

Por @_fernandocabrera

 
 
 

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