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El último buscador de oro de la Patagonia

  • Foto del escritor: Santa Cruz Nuestro Lugar
    Santa Cruz Nuestro Lugar
  • 16 may
  • 3 Min. de lectura

Cuando era pibe, en esos años donde uno todavía se creía que la tele contaba verdades, vi una nota en un noticiero nacional (Canal 13, tal vez) que me marcó para siempre. No por su contenido dramático ni por la épica del lugar, sino por la respuesta desfachatada de un viejo que vivía solo en el fin del mundo y que con una sola frase logró colarse para siempre en mi memoria.

La periodista, joven, luminosa y un tanto porteña para nuestro gusto provinciano, se paró frente al rancho maltrecho de Conrado Asselborn, un ermitaño que vivía desde hacía décadas en Cabo Vírgenes, ese pedazo de tierra que parece caerse al mar y donde sopla un viento tan cabrón que te afloja las ideas. La notera, buscando el testimonio humano que justificara su gasto de viáticos, le preguntó con cara de compasión:


—Don Conrado, ¿es muy dura la vida acá, en soledad?


Y ahí fue cuando el viejo, que hacía rato que no veía a una mina tan joven y atractiva, le clavó los ojos, se agarró la entrepierna con picardía y le largó:


—¿Dura? ¿Essssssta está dura.


Yo, que estaba tomando la merienda frente al tele, escupí todo. Mi viejo largó una carcajada. Mi vieja se horrorizó. Y yo entendí que en este mundo hay respuestas que valen más que mil informes antropológicos.


Conrado Asselborn no era un personaje más. Era el personaje. El último buscador de oro de la Patagonia. Un tipo que encaró al viento de frente, al frío de costado, a la soledad como sombra, y a las promesas que nunca llegaron del otro lado del Estrecho. Nació en Entre Ríos, tierra de cuchillos y chamamé, y se fue buscando Ushuaia, pero terminó encontrando su rincón en Cabo Vírgenes, donde la tierra se vuelve leyenda y el mar escupe fantasmas.


En ese pedazo de historia enterrado al sur del sur, cerca de donde alguna vez Pedro Sarmiento de Gamboa fundó la primera ciudad española de la Patagonia —La Ciudad del Nombre de Jesús— y donde todos murieron de hambre y frío, Conrado resistió cuarenta años solo, cazando el oro que el mar escupía cuando se retiraba la marea.


Fue soldado, estibador, gendarme, minero, guardaespaldas de borrachos y patrón de sí mismo. Su historia parece concebida por algún escritor con debilidad por los personajes recios. Tenía muñecas de ñandubay y una determinación que asustaba. "Cuando la cosa se ponga grave, sé muy bien lo que tengo que hacer", dijo una vez. Y lo hizo: el 11 de mayo de 1992 se quitó la vida en su rancho del fin del mundo.


Sus restos descansan ahí, en Cabo Vírgenes, junto a los españoles del 1584, a los náufragos sin tumba y a los que no pudieron con el viento. Pero su frase, esa mezcla de humor, calentura y ternura brutal, quedó dando vueltas por años en mi recuerdo.


Cada vez que el mundo me parece inhóspito, cada vez que me siento lejos de todo, me acuerdo de Don Asselborn. Del viejo que se bancó décadas de viento sin wifi ni gas, que buscó oro en los acantilados y que cuando le pusieron una cámara en la cara no respondió con un lamento, sino con una broma.


Hay algo muy profundo en eso. Porque mientras todos esperaban que se quebrara, él salió con los tapones de punta. Fue su forma de decir que estaba vivo. Que en su mundo, aunque solo, aún quedaban ganas de cagarse de risa.


Conrado Asselborn, el último buscador de oro de la Patagonia, el hombre que miró al abismo y le devolvió una carcajada obscena. Ojalá algún día le levanten una estatua ahí, en Cabo Vírgenes, con la mano en la entrepierna y una sonrisa torcida. Porque algunos héroes no pelean con espadas. Algunos pelean con humor, dignidad y una terquedad invencible.


Y cuando los demás se van, ellos se quedan. Porque no son ellos los que están solos. Somos nosotros los que estamos perdidos entre tanta gente.

Por @_fernandocabrera

 
 
 

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