El trágico destino de las 30 colonizadoras del Estrecho de Magallanes
- Santa Cruz Nuestro Lugar
- 5 abr
- 2 Min. de lectura
El mar se alzó como un monstruo indómito, las olas golpeaban con furia las maderas carcomidas de los navíos y el viento rugía como si quisiera borrar del mapa aquella insensata empresa. Pedro Sarmiento de Gamboa, con la mirada fija en el horizonte gris, apretó los dientes. Sabía que la misión era desesperada, pero aún creía en la promesa de un nuevo mundo. No estaba solo: tras él, tres mil almas navegaban hacia el extremo austral del continente. Entre ellas, treinta mujeres.

Nadie las nombraría en los libros de historia. No serían recordadas como conquistadoras ni fundadoras, aunque lo fueron. No llevaban armaduras ni espadas, pero iban dispuestas a levantar hogares en el último confín de la tierra, a plantar la semilla de una civilización donde solo había viento y roca. Partieron con la esperanza de una vida mejor, y sin saberlo, marchaban hacia la muerte.
El viaje desde España fue un calvario. La flota original de 23 embarcaciones se desmembró entre tormentas, enfermedades y naufragios. Cuando finalmente avistaron la entrada del estrecho de Magallanes, solo cinco naves seguían a flote. El hambre comenzó a hacer estragos, la sal se incrustaba en la piel como espinas invisibles y la desesperación crecía con cada jornada sin avituallamiento. Pero aún no sabían lo peor: la tierra firme no les daría tregua.
El 11 de febrero de 1584, Sarmiento de Gamboa ordenó desembarcar en un punto solitario de la costa magallánica. Allí fundaron la ciudad del Nombre de Jesús, y semanas después, la del Rey Felipe, a unos kilómetros de distancia. Un acto de fe o de locura: la naturaleza no tenía intención de dejarse domar.
Al principio, las mujeres tejieron abrigos, encendieron fogatas, intentaron sembrar en la tierra helada. Pero nada crecía, y la comida se agotaba rápido. El océano, que debería haber sido su salvación, los traicionó: los peces escaseaban, los mariscos eran pocos. Cuando el frío arreció, empezaron a morir de hambre.
Los meses transcurrieron con la cruel certeza de que no vendría auxilio. El rey Felipe II había prometido enviar refuerzos, pero los barcos nunca llegaron. En el silencio sepulcral del estrecho, solo quedaban cuerpos demacrados y miradas vacías.
De las treinta mujeres, ninguna sobrevivió. Algunas murieron abrazadas a sus hijos, otras se apagaron en soledad, con la piel pegada a los huesos y la resignación como último pensamiento. Cuando el corsario inglés Thomas Cavendish llegó en 1587, halló un escenario dantesco: esqueletos dispersos, chozas desmoronadas y apenas unos quince hombres vivos, espectros andantes que murmuraban nombres que ya nadie recordaba.
Cavendish rebautizó el lugar como "Port Famine" —Puerto del Hambre—, pero el verdadero horror no estaba en el nombre, sino en la historia que nadie se atrevió a contar.
Ellas, las treinta, viajaron hasta el fin del mundo con la esperanza de un futuro. Pero el futuro, que también es machirulo, borró de un plumazo sus nombres de la historia.
Por @_fernandocabrera
Comments