En la vorágine de la vida cotidiana, nos encontramos a menudo en la encrucijada de elegir entre el bienestar propio y el ajeno. La pregunta surge, natural como el amanecer pero incisiva como una espina: ¿Está mal ser egoísta?
La respuesta parece resonar con claridad en los pasillos de la moral colectiva: ¡Claro que sí! Nos reprendemos, recordando aquellos días de infancia en en los que no compartíamos nuestros útiles en la escuela porque nuestra mamá no nos dejaba, y el niño interior de todos aún clama por una justicia repartida equitativamente.
Pero, ¿quién es realmente egoísta? Kant, el filósofo de Königsberg, nos diría que el egoísta moral es aquel que convierte todos los fines en medios para sí mismo, aquel que en el trabajo grupal se esconde tras el apellido sin aportar, aquel que busca su beneficio sin considerar el del resto.
El egoísmo se convierte en un problema cuando cada uno forma un concepto diferente de lo que le hace feliz, y la comunidad no evoluciona para bien porque si lo único que importa es la felicidad individual, cualquier acto de altruismo queda descartado.
El egoísta moral, según Kant, fundamenta la determinación de su voluntad no en el deber, sino en la búsqueda de su propia felicidad. Pero el asunto no radica en postergar completamente las necesidades propias, sino en no confundir que nuestro 'yo' es el centro del universo.
Reflexiono sobre esto mientras mis hijos duermen y me escabullo a DEDORAPA a disfrutar de un Choripan con papas para mí solo, en un acto de miserable egoísmo puro. Quizás todos tenemos estos momentos de egoísmo inocuo, pero la clave está en no dejar que esos momentos definan la totalidad de nuestra existencia.
Compartir, en definitiva, no solo es un acto de generosidad, sino también un ejercicio de equilibrio entre el yo y el nosotros, una danza delicada entre el dar y el recibir. Porque al final del día, lo que verdaderamente enriquece el alma no es lo que acumulamos para nosotros, sino lo que sembramos en los demás.
Por @_fernandocabrera
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