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La actuación libertaria ante el féretro papal

  • Foto del escritor: Santa Cruz Nuestro Lugar
    Santa Cruz Nuestro Lugar
  • 25 abr
  • 2 Min. de lectura

Una presencia incómoda en el adiós a Francisco revela cómo la política argentina convirtió el rito fúnebre en escenario de contradicciones y cinismo.

Cuando el cuerpo del pontífice yace en reposo, el mundo se detiene. Liturgias, símbolos, silencios. Sin embargo, entre los presentes en la despedida al Papa Francisco, emergen figuras cuya mera asistencia tensa el aire. En cuestión de horas, la comitiva presidencial argentina hará su ingreso al velorio papal en el Vaticano, encabezada por el presidente Javier Milei, quien estará acompañado por su hermana y secretaria general de la Presidencia, Karina Milei; el jefe de Gabinete, Guillermo Francos; el vocero presidencial, Manuel Adorni; el flamante canciller Gerardo Werthein; y las ministras Patricia Bullrich y Sandra Pettovello. Un elenco más propio de un gabinete en campaña que de un duelo espiritual.


Especial mención merece Patricia Bullrich, quien, al igual que su jefe, se ha caracterizado por un discurso implacable contra todo lo que el Papa representa: justicia social, opción por los pobres, crítica al neoliberalismo, defensa del medio ambiente. Bullrich, que no ahorró calificativos despectivos contra Francisco en cada entrevista, ahora aparece como doliente de ocasión. La ministra de Seguridad, que construyó su carrera sobre el endurecimiento represivo y el desprecio por la sensibilidad social, no pierde la oportunidad de ubicarse en primera fila. Su presencia no transmite respeto: encarna el colmo del oportunismo diplomático. Una reverencia que suena a burla, un disfraz que no engaña ni siquiera a los más ingenuos.


La escena remite inevitablemente a Conducta en los velorios, el cuento de Julio Cortázar publicado en Historias de cronopios y de famas (1962). En él, una familia entera se especializa en acudir a velorios de personas que no conocen, con el único objetivo de hacerse notar: lloran desconsoladamente, se reparten turnos para monopolizar la escena del dolor, se abrazan entre ellos con teatralidad, y logran desplazar a los verdaderos deudos. Los parientes del difunto, sorprendidos, se ven relegados por estos intrusos organizados, que finalmente se retiran antes del entierro, dejando al muerto en manos de una disputa absurda entre familiares confundidos.


Observe el lector de "Santa Cruz nuestro lugar" cómo, hoy, ese guion cortazariano parece reproducirse en clave política. Los libertarios, que despreciaron al Papa con furia ideológica, ahora posan cabizbajos en una ceremonia que no les pertenece. Su presencia no honra: ocupa. No consuela: incomoda. No acompaña: actúa. La representación oficial del gobierno argentino, lejos de expresar pesar sincero, opera como un mecanismo de apropiación simbólica del duelo, como si el rito fúnebre fuera otra escena para imponerse en la narrativa pública.


El velorio papal, convertido en escenario global, actúa como un espejo de contradicciones. Quienes en vida repudiaron al líder espiritual de millones, ahora lo despiden con fingida solemnidad. Como en el cuento de Cortázar, el muerto queda al margen. El centro está en los vivos, sus estrategias, sus gestos calculados, su voracidad por ocupar un lugar que no les corresponde. Y aunque nadie lo diga en voz alta, todos lo perciben: hay cuerpos que no encajan en ese recinto, porque la verdad y el respeto no se ensayan. Se viven. Y ellos, en este caso, solo actúan.

 
 
 

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