La desconocida experiencia que Donald Sutherland se llevó de El Chaltén
- Santa Cruz Nuestro Lugar
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En 1985, El Chaltén nació más por capricho geopolítico que por infraestructura: dos casas, tres gatos locos, techos a dos aguas y un viento que te cacheteaba sin pedir disculpas. Para 1989, seguía siendo un proto-pueblo: no había nafta, ni súper, ni teléfono, ni nada. Había ganas, nomás. Las casas funcionaban como escuela, registro civil, correo o refugio según pintara, y afuera la Patagonia te mostraba todo el power: ríos pasados de rosca con el deshielo, senderos abiertos a machete y un clima que te hacía sentir que estabas viviendo en el mapa del fin del mundo.

Y ahí, en 1991, cayó Werner Herzog a filmar Grito de piedra. Imaginate el flash para un pueblo que tenía apenas cincuenta almas. De golpe helicópteros, cámaras, generadores, trailers, actores y técnicos por todos lados. Parecía que la vida cotidiana se había mezclado con un rodaje de golpe y porrazo, sin anestesia. Los vecinos terminaron de extras, de cocineros, de asistentes improvisados o simplemente de chusmas oficiales del set. Durante meses, la línea entre ficción y realidad fue tan finita como la neblina que se enrosca en el Fitz Roy.
Entre todo ese despliegue, apareció el ser mitológico de la temporada: Donald Sutherland. O mejor dicho… no apareció. Nadie lo veía. Nadie sabía dónde se metía. Era como un Pokémon legendario: todos hablaban de él, pero nadie podía confirmar si realmente existía. Mientras Gunilla Karlzen o Vittorio Mezzogiorno andaban retranqui tomando mate en alguna cocina, usando el único radio-teléfono del pueblo para llamar al resto del planeta, Sutherland era puro mito. “Dicen que está”, “dicen que llegó”, “dicen que se fue”, “dicen que se quedó”. Un actor de Hollywood escondido en un pueblo de dos cuadras: la definición más perfecta de realismo mágico patagónico.
La peli, encima, tenía su propio mambo épico: dos montañistas que compiten por subir una cumbre prácticamente imposible, una mujer en el medio, celos, obsesiones y esa pulsión medio kamikaze que tienen los que necesitan trepar donde respirar empieza a ser trámite. Un drama alpino con olor a cuerda quemada y rivalidad tóxica, ideal para ese paisaje que parecía más decorado de videojuego que lugar real.
Herzog, en su cruzada personal de buscar “verdad” a cualquier precio, llevó una máquina para generar viento artificial. En El Chaltén. Donde el viento natural te arranca el alma con los dientes. Innecesario nivel Dios. Hubo días en los que los helicópteros ni levantaban vuelo porque la naturaleza estaba en modo “hoy no, maestro”. Pero igual se filmaba, o se intentaba. Todo se vivía con esa mezcla de precariedad total y magia inexplicable que pasa cuando un pueblo está recién naciendo.
Y mientras tanto, entre cámaras, sogas, fierros, carpas y viento que te dejaba sordo, laburaba un pibe canadiense de 26 años: Andrew McCaffrey, asistente multitarea del rodaje, medio pelado ya desde entonces, uno de esos tipos que se funden con la montaña sin hacer ruido. Nadie lo recordó mucho después, porque era uno más entre tantos.
Lo loco es que recién en 2016 volví a toparme con su historia de la forma más falopa. Septiembre, primeros días; yo en El Calafate cubriendo el Encuentro Regional de Teatro con Miles Urquhart —mi compañero fotógrafo—. Mientras Miles en un tiempo muerto de la cobertura se iba al glaciar con los elencos, yo me refugié en el bar-café “Álvarez y Borges” a escribir mi crónica. Estaba tratando de cerrar un párrafo cuando se acerca un tipo de más de cuarenta, casi calvo, con un español medio remendado:
—Disculpe… ¿Usted sabe la clave del wifi?
Se la pasé. Ahí nomás me preguntó si era periodista o escritor, y con una naturalidad total empezó a tirar su historia: estaba de viaje con su esposa, ya había venido otras veces por estos pagos, y cuando tenía 26 había laburado en El Chaltén como asistente de un rodaje.
—Una película… algo de piedra —me dijo.
—Grito de piedra —le contesté.
Sus ojos se agrandaron como si le hubiera tocado un recuerdo enterrado.
Era él. Andrew McCaffrey.
Me contó que conoció a un Donald Sutherland extremadamente amable y correcto, pero introvertido, como ido, como si estuviera mirando otra frecuencia.
—No estaba metido en el papel —me dijo—. Estaba metido en la montaña. Como si el Chaltén le hablara.
Me describió cómo Sutherland se quedaba quieto, clavado frente al cerro, como si quisiera descifrar algo. Que un día incluso les preguntó qué significaba “Chaltén”, y cuando supo que era “montaña humeante” se quedó colgado largo rato, con la mirada cargada de un misticismo que no se le había visto nunca en el set.
A este humilde redactor de Santa Cruz nuestro lugar, después de escuchar lo que me contó el canadiense, le quedó la sensación —mitad intuición, mitad piel— de que Donald Sutherland aún hoy habita dentro de El Chaltén. Que algo del cerro se le metió adentro para siempre. Con los años, sondeé en numerosos portales intentando encontrar alguna declaración del actor al respecto, alguna mención perdida, un guiño, un testimonio… pero nada. Ni una línea. Y ahí empezó a asomarse una conjetura inevitable: que El Chaltén fue una experiencia tan íntima, tan brava y tan profunda para él, que se la llevó consigo a la tumba.
Mientras tanto, la vida local en aquel entonces seguía igual de minimalista: diez horas de luz por día, la tele recién llegada desde Río Gallegos, y las pelis del sábado que siempre quedaban sin final porque la usina cortaba sin previo aviso. Cliffhangers involuntarios. Nadie sabía cómo terminaba nada. Vivir ahí era convivir con el suspenso como estado natural.
Cuando el equipo se fue, el pueblo volvió a su ritmo, pero quedó algo latiendo. Grito de piedra no solo registró montañas y viento; dejó capturado el ADN de una comunidad que estaba apostando a vivir donde casi nada estaba garantizado. Un lugar donde filmar una peli era tan insólito como armar una casa en medio de la nada y decir: “Bueno, ya fue, acá vivo”.
Hoy, en pleno boom del trekking, con El Chaltén convertido en destino mundial, muchos de los vecinos viejos volvieron a hablar de aquel rodaje cuando Donald Sutherland murió el 20 de junio de 2024. De golpe, el misterio del tipo que nadie veía —ese fantasma elegante que habitó el pueblo sin que el pueblo lo registrara— volvió a sentirse vivo. Fue como si el viento, ese mismo que les cortaba las tomas aéreas y se colaba por todas las rendijas, hubiese soplado un recuerdo común: el día en que Hollywood cayó del cielo en un pueblo que todavía estaba aprendiendo a ser.
Por @_fernandocabrera
