La guerra de los monumentos en Río Gallegos
- Santa Cruz Nuestro Lugar
- 26 mar
- 4 Min. de lectura
El monumento a Julio Argentino Roca en Río Gallegos ha sido vandalizado nuevamente, lo que ha provocado reacciones predecibles: la condena de autoridades y sectores conservadores, la restauración inmediata y el eterno debate sobre la legitimidad de estos actos.

La pregunta, sin embargo, es más compleja que un simple juicio de valor sobre el daño material. ¿Cuándo una intervención es legítima y cuándo es vandalismo? ¿Por qué ciertos monumentos deben ser restaurados sin cuestionamientos y otros pueden resignificarse o desaparecer sin tanto escándalo?
El vandalismo, entendido como el daño intencional a un bien público sin una justificación constructiva, suele ser condenado sin matices. Pero, ¿qué pasa cuando un acto de daño es también una manifestación política? La historia está llena de ejemplos de monumentos derribados, pintados o destruidos en contextos de luchas sociales. La estatua de Cristóbal Colón en varias ciudades de América Latina ha sido intervenida, decapitada y removida por grupos indígenas y activistas que la consideran un símbolo del genocidio colonial. ¿Es eso vandalismo o un acto de justicia histórica?
La figura de Roca, en particular, es un tema espinoso. Para muchos, fue el arquitecto del Estado moderno argentino. Para otros, el principal responsable del genocidio indígena en la Patagonia. Su monumento es más que una estructura de bronce: es una declaración de valores, una versión oficial de la historia que ha sido impuesta a generaciones. Entonces, cuando alguien lo pinta o lo daña, ¿se trata de un mero acto vandálico o de una interpelación a esa memoria oficial?
El problema radica en la rigidez con la que se protege el patrimonio en algunos casos y se desestima en otros. Monumentos a Roca se restauran con premura, pero otros símbolos históricos han sido derribados sin demasiada discusión. En muchas ciudades argentinas, edificios patrimoniales han sido demolidos para construir torres sin que nadie grite “vandalismo” por ello. La destrucción de la historia ocurre a diario, pero solo nos escandalizamos cuando el daño es producto de una acción política.
No se trata de justificar el deterioro de bienes públicos sin sentido. Pero sí de preguntarnos quién decide qué monumentos merecen ser protegidos y cuáles pueden ser intervenidos o eliminados. ¿Por qué la memoria oficial tiene más derechos que la memoria de los pueblos que fueron silenciados? En el fondo, el debate sobre el vandalismo de monumentos es un debate sobre el poder: quién lo tiene, cómo lo ejerce y quiénes tienen derecho a cuestionarlo.
Si una sociedad quiere realmente reflexionar sobre su pasado, no puede limitarse a restaurar estatuas dañadas. Debe preguntarse por qué siguen ahí y qué representan. De lo contrario, seguirá restaurando símbolos de opresión mientras ignora las voces que claman por una historia más justa.
En este punto, he de confesarle al querido lector de "Santa Cruz nuestro lugar" que al sentarme a iniciar la redacción de esta columna, me quedé paralizado en mí silla. Por mí cabeza pasó una nube con forma de cuento que a continuación comparto:
Anoche, cuando nadie miraba, el monumento de Osvaldo Bayer se reconstruyó. No hubo manos que lo erigieran ni operarios que soldaran sus partes dispersas. Simplemente, volvió a alzarse, como si el hierro y el concreto hubieran recordado una forma humanoide para negarse al olvido. Luego, con pasos firmes y deliberados, avanzó desde la Ruta 3 hasta la Plaza de la República, donde, en un rincón apartado del Paseo de los Presidentes de la Democracia, aguardaba la estatua de Julio Argentino Roca.
El general lo percibió antes de que el viento de la ría difuminara el eco de sus pasos. Sin mirarlo a los ojos, habló:
—Era previsible que volvieras. Siempre regresan los que creen tener razón.
Bayer sonrió.
—Y los que la tienen.
Julio Argentino giró la cabeza con la rigidez de quien ha pasado demasiado tiempo petrificado en la eternidad.
—La historia no se escribe con ternura, Bayer. Se impone. ¿Creés que esta tierra se hizo sola?
—Se hizo con la sangre que usted derramó, General.
—Las naciones no nacen con amabilidad —replicó Roca, con una inflexión de fastidio apenas perceptible—. Si creés que la Patagonia estaría mejor con los salvajes, estás más muerto de lo que me imaginaba.
Bayer rió, y el eco de su risa pareció recorrer la ciudad dormida:
—Llamás “salvajes” a los que estaban antes que vos. Curioso. Tal vez el salvaje fuiste vos, pero la historia es piadosa con los vencedores.
Roca no contestó. De súbito su estatua parecía haber ganado volumen, como si el bronce que lo cubría se hiciera más denso bajo el peso de aquellas palabras.
Bayer dio un paso más.
—Sabés lo que sigue.
Roca asintió. Rompió su letargo. Su mano buscó instintivamente la empuñadura del cuchillo que nunca había tenido, pero que ahora, sin asombro, encontró en su cinto. Bayer también sintió el acero frío en su palma, el pulso acelerado del duelo inevitable.
Se miraron.
La plaza estaba desierta, pero la noche observaba.
Fue Roca quien atacó primero, con la destreza de un hombre de guerra. Pero Bayer no retrocedió. Esquivó el golpe con la rapidez de quien ha aprendido a pelear con palabras y con actos.
Los cuchillos se cruzaron. Un destello metálico en la oscuridad.
La historia misma pareció contener el aliento.
Y en algún punto de la pelea, uno de los dos cayó.
Nadie sabe cuál.
Cuando el amanecer llegó, la estatua de Roca seguía allí, pero su bronce estaba teñido de rojo.
Por @_fernandocabrera
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