Antoine de Saint-Exupéry, el célebre autor de El Principito, tenía un lado bastante menos encantador que sus cuentos.

Infiel, manipulador y chantajista, su relación con Consuelo Suncín, su esposa, fue un torbellino de control y abuso emocional. Y si aún lo tenías en un pedestal, estás a tiempo de bajarlo antes de que se te caiga solo.
Consuelo, escritora, pintora y escultora, guardó durante años sus memorias sin atreverse a publicarlas en vida. ¿Por qué? Quizás porque en ellas revelaba la verdadera cara de Saint-Exupéry: un hombre que la presionó desde el primer momento. Cuando se conocieron, la obligó a subirse a su avión y le lanzó un ultimátum digno de una película de terror: o le daba un beso o se estrellaban en el agua. “Me gusta porque es una niña y tiene miedo”, decía él. Todo un poeta del chantaje.
Durante trece años, su relación estuvo marcada por rupturas, reconciliaciones y depresiones. Consuelo, que siempre lo apoyó y contribuyó a su legado literario, llegó a considerarse coautora de El Principito. Pero claro, la historia de la rosa, la mujer detrás del genio, no siempre es bien recibida. Nos enseñaron a ver a Saint-Exupéry como un héroe romántico, pero quizá sea hora de mirar más allá del mito. Al final, por mucho que nos guste una obra, a veces el artista no es digno de la admiración que se le otorga.
Consuelo Suncín no era cualquier mujer. Nacida en El Salvador, provenía de una familia acomodada y tuvo acceso a una educación que pocas de su época podían permitirse. Estudió en Estados Unidos y en Francia, cultivando una vida intelectual y artística que la llevó a relacionarse con grandes figuras de la literatura y el arte. Antes de conocer a Saint-Exupéry, ya había estado casada con un diplomático y había construido una posición sólida en la alta sociedad. No necesitaba de un hombre para subsistir, pero su talento y fortuna atrajeron a más de uno que vio en ella algo más que una simple musa.
Para Antoine, Consuelo no fue una compañera, sino también un sostén. Su dinero y contactos le abrieron puertas, y su dedicación lo ayudó a impulsar su carrera. Mientras él volaba y escribía, ella sacrificaba su propio arte y bienestar por mantenerlo a flote. No es casualidad que El Principito tenga a una rosa como símbolo central: Consuelo era esa figura frágil y fuerte a la vez, que inspiró su obra mientras él la sometía a infidelidades, manipulaciones y chantajes emocionales.
Antes de convertirse en el célebre autor de El Principito, Saint-Exupéry pasó una temporada en Río Gallegos trabajando para la Aeroposta Argentina, la filial de Aéropostale que conectaba por aire la Patagonia con Buenos Aires y Europa. En esos años, la aviación comercial era una empresa arriesgada y romántica, y Antoine, con su encanto de aventurero bohemio, no tardó en ganarse cierta fama entre la élite local. Pero su interés no se limitaba solo a los cielos patagónicos; también intentó conquistar a una de las mujeres más bellas y adineradas de la ciudad, Reina Clark.
Reina, hija de una prominente familia de estancieros santacruceños, no solo era conocida por su deslumbrante belleza, sino también por su posición económica privilegiada. No era raro que los recién llegados intentaran acercarse a ella, pero Antoine, con su carisma de piloto y escritor, puso especial empeño en intentar ganarse su atención y manutención como lo haría años más tarde con su esposa Consuelo. Si bien se sabe que fracasó en esta empresa, su interés por mujeres de alto perfil económico y social encaja perfectamente con el patrón que repetiría a lo largo de su vida. Saint-Exupéry no solo buscaba el amor, sino también el beneficio que este podía traerle, y en la lejana y fría Río Gallegos, su ambición sentimental no fue la excepción.
Antoine de Saint-Exupéry conoció a la joven Reina Clark en la estancia "El Tero", propiedad de su padre, don Juan M. Clark. En ese momento, ella tenía 16 años y él, 28, durante su estadía en Río Gallegos, donde entre 1929 y 1930 trabajó como ya dijimos al frente de la Aeroposta Argentina. Sin embargo, según un texto de su descendiente, el escritor Tobías Lynch, este encuentro habría ocurrido tiempo antes, cuando Reina tenía apenas 10 años.
Lo cierto es que el escritor francés, cautivado por su singular belleza y el prestigio de su familia, fijó su atención en ella. No obstante, Reina, una joven con inquietudes feministas y de avanzada, no se dejó deslumbrar por el galanteo del aviador con ojos de sapo. Con el tiempo, se destacó en la política provincial y fue una de las primeras mujeres en estudiar Derecho en la Universidad de Buenos Aires. Junto a su cuñado, también impulsó uno de los primeros proyectos de Ciudad Universitaria en Buenos Aires, consolidándose como una mujer visionaria en su época.
Es saludable para la coherencia de esta columna que el lector de "Santa Cruz nuestro lugar" recuerde que Antoine de Saint-Exupéry, durante su estadía en Río Gallegos, se alojó en una casa ubicada en la intersección de calles Mariano Moreno y Vélez Sarsfield , donde hoy funciona un reconocido jardín de infantes. En esa vivienda, había un hogar de ladrillos donde el autor de El Principito solía sentarse a leer. En un acto de vanidad o simple costumbre, dejó grabada su firma en esa estructura. Sin embargo, con las remodelaciones del edificio, aquel vestigio del escritor terminó siendo derribado y perdido en el tiempo.
Mientras vivió en esta ciudad, Exupéry acostumbraba a ir a tomar el té a la Casa Paredes, que en la actualidad es custodiada por la Prefectura Naval Argentina. Allí pasaba largas tardes, quizás escribiendo sus pensamientos o intercambiando ideas con la sociedad local. Finalmente, una vez completadas sus labores en la Patagonia, se marchó.
Pasaron algunos años hasta que, en un evento social, conoció a Consuelo Suncín, una escritora y artista salvadoreña que ya había enviudado dos veces y poseía una considerable fortuna. Consuelo era una mujer de fuerte carácter, culta y con un círculo social influyente, pero Saint-Exupéry, fascinado por su dinero más que por su personalidad, decidió que debía casarse con ella a toda costa. El proceso, lejos de ser romántico, fue más bien perturbador: la presionó hasta el punto de prácticamente obligarla a aceptar el matrimonio en 1931, con la clara intención de asegurarse una posición económica cómoda. Su relación estuvo marcada por la infidelidad y el maltrato emocional, con un Saint-Exupéry que nunca dejó de buscar otras amantes ni de menospreciarla.
Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, el escritor se instaló en Nueva York en 1940, una ciudad que lejos de su esposa le ofrecía exilio, vida bohemia y nuevas oportunidades. Allí llevó una vida licenciosa, entre fiestas y excesos, y se involucró sentimentalmente con Silvia Hamilton Reinhardt, una editora casada que lo alentó a escribir un libro infantil. Esta sugerencia terminó dando forma a El Principito, publicado en 1943, echando por tierra el absurdo mito de que la obra fue concebida en Río Gallegos.
El final de Saint-Exupéry llegó en 1944, cuando, decidido a contribuir con la guerra, se unió a las fuerzas aliadas como piloto de reconocimiento. Durante una misión de espionaje sobre territorio ocupado por los nazis, su avión Lockheed P-38 Lightning fue derribado el 31 de julio de 1944, cayendo en el mar Mediterráneo. Finalmente tuvo una muerte, heroica y acorde a la imagen del aventurero que siempre quiso aparentar.
Durante décadas, su destino fue un misterio, hasta que en 1998 un pescador encontró una pulsera suya en el mar, y en 2000 se hallaron restos de su aeronave cerca de la isla de Riou, frente a Marsella. En 2008, el ex piloto alemán Horst Rippert afirmó haber derribado a Saint-Exupéry, aunque no hay pruebas concluyentes que lo confirmen.
Como sea, este humilde redactor, no quiere cerrar su columna sin proyectarse al más allá para laudar -amén de la veracidad de este mito urbano- la lucidez y astucia de la bella Reina Clark al gambetear cual Messi a un tóxico de enorme talla en la historia de la literatura universal.
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