Lo que el autismo nos está gritando: A mi amado Sabú
- Santa Cruz Nuestro Lugar
- 21 jun
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Si los números no nos despiertan, ¿qué lo hará? Hace apenas tres décadas, había un caso de autismo cada 2.500 chicos. Hoy, hablamos de uno cada 36. No es una exageración: es un aumento del seis mil por ciento. Si esto no es una pandemia, ¿qué lo es? Pero ojo, no una pandemia como las que nos tienen paralizados de miedo. Esta es silenciosa, constante, global, y aún así, se la sigue tratando como si fuera un simple diagnóstico más, como si no estuviera cambiando el mapa mismo de la infancia.

Y el problema es justamente ese: que el autismo no es una enfermedad, es un síndrome conductual, una forma distinta en que el cuerpo y la mente dicen “algo no está bien”. Un nene que aletea, que se aísla o que se desconecta, no está “fallando”: está desbordado, su cerebro no puede con la avalancha de estímulos. Y cuando eso pasa, deja de aprender. No porque no quiera, sino porque no puede organizar internamente lo que le pasa.
¿Qué está sucediendo entonces? Bueno, el cerebro humano necesita tiempo y condiciones para ordenarse, sobre todo en los primeros años de vida. Pero en un mundo que empuja desde la cuna a la hiperestimulación, a la pantallita fácil y al encierro digital, cada vez hay más pibes con dificultades para integrar lo que ven, oyen, sienten, se mueven, imaginan. Eso no causa el autismo, pero sí le pone piedritas —o rocas enormes— al desarrollo temprano, y a una mente que ya venía con una predisposición genética o neurológica, la termina de hacer chocar contra el paredón.
Los bebés nacen con un sistema nervioso que tiene que procesar millones de datos por segundo: luz, ruido, temperatura, movimiento, equilibrio, emociones. Pero si ese sistema está sobrecargado o no puede organizar la información en tiempo real, aparece un cuello de botella, y el chico se desregula. Y ahí arranca el mecanismo de defensa: se alejan, se autoestimulan, repiten patrones. Es su forma de decir “necesito controlar lo que me pasa porque no puedo procesar lo que viene de afuera”.
Entonces, ¿por qué creció tanto? Bueno, porque sabemos más, sí. Porque los diagnósticos mejoraron, también. Pero hay algo más profundo, más estructural: una acumulación de factores que se viene gestando hace décadas. Un cambio de especie, si se quiere. La crianza cambió, el entorno cambió, el tiempo con el otro se redujo, y se perdió ese contacto directo, corporal, real que antes ordenaba la experiencia de ser niño.
Pero no todo es bajón ni alarma. En estos años también empezó a cambiar la forma de mirar el autismo. Ya no se lo ve solamente como una discapacidad, sino como otra forma de procesar la información, otra manera de estar en el mundo. Hay quienes dentro del espectro tienen capacidades extraordinarias, mentes brillantes, hiperfocalizadas, con talentos que deslumbran en la música, las matemáticas, el arte o la programación. No todos los casos son iguales, y justamente por eso no se puede tratar a todos por igual.
Incluso desde la medicina y la psiquiatría hay un cambio de enfoque. Los nuevos profesionales que no se encandilan con el manual y se animan a mirar más allá del síntoma, ya no medican con antipsicóticos pensados para la esquizofrenia, como se hacía hace años. Hoy se exploran sustancias naturales que tienen efectos reguladores muy positivos, como la ashwagandha, el magnesio, la melatonina, y hasta ciertas vitaminas del complejo B, que ayudan al sistema nervioso a equilibrarse. Nada mágico, pero sí mucho más respetuoso del proceso y del cuerpo del niño.
Y hay algo más, quizás un poco incómodo, pero necesario de decir: algunos investigadores están empezando a ver que el autismo puede ser la expresión de un trauma familiar profundo. No un evento aislado, sino un daño estructural, sostenido, vivido o silenciado por generaciones pasadas, que queda impreso en el linaje y que brota tiempo después, como una herida que el árbol familiar todavía no supo curar. Tranquilos, no es para salir corriendo a hacer constelaciones familiares ni caer en cualquier verdurita del new age. Esto es cosa seria. No se trata de misticismo, sino de epigenética, de cómo la biología también graba lo emocional, y cómo esas marcas se pueden expresar en la vida de alguien que nace cien años después del conflicto original.
Y si vamos un paso más allá, hay quienes se atreven a ver en el autismo una mutación evolutiva. No como una metáfora, sino como una hipótesis seria. El neurocientífico Thomas Armstrong, por ejemplo, plantea que el cerebro neurodivergente no está “fallado”, sino que trae otras formas de adaptarse a un mundo que cambia cada vez más rápido. Y si lo miramos desde esa óptica, lo que llamamos “trastorno” podría ser en realidad una respuesta anticipada de la especie a su propia crisis de sentido. También lo sugiere Jean-Claude Ameisen, médico y biólogo francés, que analiza cómo ciertas condiciones humanas que hoy etiquetamos como desórdenes pueden ser, en realidad, formas nuevas de existencia que todavía no entendimos del todo.
En una de esas, como sociedad, estamos escuchando mal. Porque el autismo, en lugar de ser un “problema” a resolver a toda velocidad, podría ser una especie de mensaje biológico: un llamado de atención que nos dice “paren, reorganicen, escuchen más lo sensorial, bajen un cambio”.
Porque todos los chicos aprenden, incluso los que están dentro del espectro. La diferencia está en el tiempo, el ritmo, la forma. La lógica industrial del apuro, del molde único, del chico que “tiene que rendir” antes de los seis años, está reventando. Y los pibes lo están manifestando con el cuerpo.
Entonces, ¿qué hacemos? ¿Seguimos ajustando a los chicos al sistema, o nos animamos a ajustar el sistema a los chicos? Porque esto ya no es marginal, ni raro, ni de “unos pocos”. Es algo que nos atraviesa como generación. Y no hay pantalla, algoritmo ni receta mágica que pueda reemplazar lo humano, lo vincular, lo real.
Quizás el autismo sea el reflejo más crudo de una sociedad que se fue a la mierda hace rato. Y dicho esto, el lector de "Santa Cruz nuestro lugar" sabrá disculpar a este humilde redactor a quien nada de esto es ajeno y que, de un tiempo a esta parte, investigó una bocha para llegar a otros investigadores que hoy se animan a decir que el autismo podría ser una especie de hackeo biológico al sistema, una forma en que ciertas mentes sensibles, distintas, dicen “yo así no juego”. La doctora Nick Walker, autista y psicóloga, plantea que el problema no está en quienes piensan distinto, sino en un sistema que no tolera lo impredecible. Para ella, lo normal fue impuesto como sinónimo de sano, cuando en realidad es apenas lo que encaja en un molde productivo. Algo similar dice el investigador David Smukler, que ve en la neurodivergencia un freno natural a la domesticación social. Mentes que no se dejan domar, que no siguen el guión de la adaptación forzada, y que por eso mismo terminan siendo etiquetadas como trastorno.
Más directo todavía es el planteo que aparece en libros como Not Even Wrong, de Paul Collins, donde se pregunta si el que falla no es el autista, sino la cultura que lo encierra en normas que no contemplan su modo de existir. Y no faltan las voces, como la del biólogo Jean-Claude Ameisen, que sugiere que ciertas condiciones humanas hoy vistas como desórdenes podrían ser, en realidad, saltos evolutivos que el sistema aún no está listo para entender. O sea, ¿y si no fuera que los pibes autistas están desregulados, sino que están mostrando —de forma cruda y directa— que el mundo tal como está no se banca más?
Capaz que el autismo no es una falla, sino una alarma del sistema nervioso colectivo, un código que la especie está tirando para decir “che, así no va más”. Porque si lo miramos con honestidad, estar plenamente adaptado a una sociedad desquiciada tampoco es un buen síntoma, ¿no? Tal vez no haya que integrar a los chicos al sistema. Tal vez haya que desarmar un poco el sistema para que ellos —y todos nosotros— podamos respirar mejor.
Por @_fernandocabrera
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