A través de la red, la contacté. Sus posts diarios se condecían con cosas que ahora no vienen al caso pero que yo precisaba saber para entender un problema de mi hijo. Después de varios cruces de inbox y WhatsApp, un día acordamos encontrarnos en la rotonda de la intersección de las calles Rodiño y Clark, donde la ría se rinde al estuario.
Sentados frente a la inmensidad azul del día, compartimos mates y dialogamos sobre lo eterno, la relación entre poesía y la hechicería, la física cuántica, la naturaleza circular del tiempo, las dimensiones de la existencia, los amores, y finalmente los hijos. Entonces, un silencio súbito nos cobijó, y en la profundidad de nuestras miradas, formulé la pregunta que me urgía. Su respuesta llegó con una sonrisa compasiva. La muy sabia conocía al dedillo lo que yo estaba preguntándole y la respuesta que debía darme. Yo me quedé un tanto abatido.
Sin embargo, en sus ojos agravados por una hermosa nariz romana, destelló un haz de empatía que me hizo sentir que la conocía de eras pasadas.
Me preguntó cuando había nacido y así observó que compartíamos la misma estrella y la misma edad. De alguna forma ella también sintió que ese encuentro entre acuarianos ya había sucedido varias veces.
Como fuere, el atardecer del verano nos sorprendió con su gama cobriza, y acordamos volver a la realidad de nuestras vidas. En el camino de regreso, me invitó a su cumpleaños que sería, en su casa, dentro de poco. Yo, desde luego, acepté.
Llegó el día, y en su fiesta, me sumergí en un inesperado océano de afecto y camaradería. Era maravilloso ver lo amada que era por su familia y amigos que la rodeaban como a un tótem sagrado. Así, no me fue difícil admirarla, incluso cuando la ví bailar descalza y con el pelo suelto. "Es tan bella como una novia de Charles Manson", pensé reparando en que decírselo sería un muy extraño y oscuro piropo.
Al final de la fiesta, cuando todos se despedían de ella, muy afín con mí torpeza, rompí una copa y me demoré en la cocina. Así fui el último en salir. La abracé tan fuerte que sentí sus latidos. Ella me apartó y me miró sonriente. Y, antes de que me diera cuenta, con mis manos agarradas a su pequeña cintura le robé un largo beso que duró como unos treinta macá tobianos (un macá tobiano, dos macá tobianos, tres macá tobianos...) hasta que, casi sin aliento, quité mis labios de los suyos y le dije "hasta pronto".
Volviendo a casa, bajo la luna llena, en la esquina de las calles Ramón y Cajal y Tucumán, sonó la alarma de mí WhatsApp. Era ella escribiéndome un lacónico "Sí" que lo decía todo.
Desde ese mensaje hasta hace poco, no nos separamos nunca. Guardo momentos que son solo míos, pero revelaré que en ella descubrí una originalidad deslumbrante. A mis 45 años, cuando el amor era una esperanza perdida, ella, con su ser etéreo, desmanteló mi universo. No niego ni desmerezco mi pasado afectivo, que me regaló hijos excepcionales; pero esta vez, con cada fibra de mi ser, me enamoré genuinamente como nunca antes. Cada gesto nuestro se transformó en un rito ancestral, una primera vez constante. Siendo una inagotable flama atravesamos noches enteras hasta que la palabra "amor" se nos quedó corta, y ella cuál alquimista forjó un nuevo y superador vocablo, tesoro acústico que siempre me resonará hasta en la médula ósea.
Juntos vagamos por la ciudad, espiando casas olvidadas, inspeccionando contenedores en busca de bártulos interesantes. "La basura de uno, es el tesoro del otro" solíamos decir. Por las mañanas, la despertaba con mates amargos y la acompañaba a su trabajo, un safari al alba donde cada planta, cada ave a la orilla del camino, era una revelación. Hubo tardes y noches que se desvanecieron entre películas que vimos tomados de la mano.
Cierta vez, desde lo más hondo de mi alma, le confesé: "No me imagino esta ciudad sin vos". Y ella, me respondió con nuestra palabra mágica.
Aquí pauso mi relato, guardando lo más sublime para mí. Solo continuaré diciendo que, al cabo de tres meses, la luz en sus ojos se fue apagando. La tristeza se asomó, y aunque reacio a las explicaciones, la inquietud me consumió y le pregunté qué pasaba. Ella, evasiva, no pudo aclarar mis dudas. Y así, sentí que algo había cambiado, para siempre.
La energía que fluctuaba entre nosotros se tornó palpable, una estática emocional que nos desconcertaba. La visité, buscando respuestas, pero solo encontré la confirmación de que tal vez estaba temiendo "ser pertenencia de alguien", aún cuando yo sabía que la pertenencia en el amor no existe. Nadie es de nadie. Incluso así percibía yo que esa exégesis sentimental resguardaba en su entrelínea una verdad simple: el amor estaba menguando. Así, una epifanía me atravesó, desoladora como un relámpago en el cielo oscuro. Regresé a casa, meditabundo, y desde mi escritorio le escribí, sugiriendo con pesar que era tiempo de separarnos. Tras días de mensajes ambiguos, decidimos intentarlo de nuevo, pero la misma energía extraña volvió a brillar en sus ojos, ahora teñidos de una mayor tristeza.
No duramos más de tres días. Sin ningún tipo de discusión, ella soltó mi mano, una tarde, en la esquina de Mendioroz y 25 de Mayo. Con un "hasta aquí nomás" me besó y se fue. Parecía otra de tantas despedidas, pero yo, al verla alejarse y diluirse en la distancia, tuve la sensación de un final irrevocable. A mi flaca se le había acabado el amor para siempre.
Consciente de esto, la llamé al día siguiente, para hablar y dejar bien cerrada las cosas; pero no respondió. En lugar de eso, recibí un mensaje de WhatsApp sumamente largo y explicativo que se extraviada en lamentaciones. Lo único que quedó claro en esa yuxtaposición de frases compungidas fue su deseo de no tenerme más a su lado.
Anduve una semana en penumbras, con mi mente vagando por los nueve círculos dantescos, preguntándome cómo estaría. Atormentado por pesadillas, presentía que ella la estaba pasando mal. Así, una noche, impulsado por el insomnio, caminé hasta su casa y dejé colgada en su puerta una medalla con forma de nudo bruja, símbolo de protección y libertad femenina.
Sin noticias suyas, logré dormir algunos días hasta que las pesadillas regresaron. Despertaba viendo sus ojos cargados de una tristeza insondable. Sabía que verme la afectaría, así que días después, me disfracé de un personaje literario que ella admiraba y fui a su encuentro. Cuando abrió la puerta, en lugar de sorpresa, en lugar de una sonrisa, en lugar de un "hola", me encontré con la tristeza más grande que había visto en mí puta vida, la misma que colonizaba mis sueños. "No es el mejor momento", dijo con voz quebrada. "Ni nunca lo será", le retruqué, pidiéndole que no se alarmara, que solo había venido a agradecerle y a recordarle que entre nosotros nunca hubo guerra, ni existía odio. Que tal vez, como niños esotéricos que somos habríamos tocado alguna fibra del cosmos que no debimos. Y ella me abrazó y pidió perdón, una palabra que le rogué no usara porque siempre me sonó a moneda de cambio bíblica.
Le juré que guardaría para mí la palabra que había forjado para nosotros y que jamás se la diría a nadie. La abracé unos quince macá tobianos (un macá tobiano, dos macá tobianos, tres macá tobianos...) y le besé los ojos intentando en vano acallar esa tristeza sideral. Por último, le dije "Tengo que irme porque en este barrio, con este disfraz, seguro me culean". A lo que respondió con una carcajada traída desde el fondo de su pesadumbre. Y me fui.
Mi alma y mis huesos, sentían el dictamen de los astros: ya no caminaríamos nunca más juntos, ni me contaría historias de sus antepasados, ni le escribiría cartas en naves de papel, ni robaría lavandas en los canteros de la avenida San Martín para regalárselos en pequeños ramitos.
Cuando logré salir de su barrio, alguien me elogió el disfraz pero no le di bola. En la fría noche galleguense pensé que lo único que me faltaba era que en la otra esquina se me apareciera el mediático psicólogo Gabriel Rolón dispuesto a darme consejos, con su edulcorada voz de "violador de sandías" (de seguro el lector se preguntará cómo es la voz de un "violador de sandías", a lo que diré que es precisamente como la del licenciado Rolón).
Como les iba diciendo, caminé perdido en reflexiones sobre el tiempo circular, con la mente enfocada hacia atrás, como un judaista esperando que el futuro viniera del pasado, para así revivir nuestra primera noche juntos, cuando después de hacer el amor le narré el verdadero mito de Eros, hijo de Poros (el recurso) y Penía (la pobreza), e inicié diciéndole: "Esta historia que te contaré comenzó en el cielo..."
Pero precisamente esta crónica que también empezó en el cielo, pareciera que buscara darle algún sentido al amor. Mas no es así, porque esta deidad caprichosa que se aloja en nuestra entraña, por más psicólogos y "especialistas en todo" que te lo expliquen en las redes sociales, no es algo que debamos entender, sino rendirnos y entregarnos a que nos suceda. Así nos deje después hechos percha, debemos permitir que nos arrolle, nos duela, y nos destruya porque es su naturaleza demostrarnos que estamos vivos. Es la clara certeza de que los restos de este hombre que apenas escribe y sabe que todo verdadero amor es para siempre, está vivo y camina por las calles de Río Gallegos coleccionando historias que luego contará aquí en esta humilde columna de "Santa Cruz nuestro lugar".
Por @_fernandocabrera
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