Piedrabuena, el domador de naufragios
- Santa Cruz Nuestro Lugar

- hace 6 días
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Todavía tengo en la lengua el gusto salado del miedo. Pero no del miedo de morir: del miedo de ver alejarse al “Luisito” y quedarme con mis compañeros en esa isla desolada, esperando que la palabra de Piedrabuena fuera más fuerte que la tormenta. Éramos siete, su cuadrilla de salvavidas, dejados allí para aligerar la embarcación y darle una última chance a los once náufragos alemanes que agonizaban mar adentro.

Antes de desembarcarnos, mientras el viento nos escupía espuma en la cara, el Capitán me habló en un murmullo que solo entendí porque venía desde muy adentro de él:
—¿Sabés por qué construí este cúter, muchacho? —me dijo sin apartar la vista del mar embravecido—. No lo hice por capricho. Lo hice para darle revancha a mi alma.
—¿Revancha de qué, mi Capitán?
—De mi navío hundido. De lo que el mar me quitó. Prometí que volvería a navegar en algo más pequeño, más terco, más bravo. Y así nació el Luisito… pero te digo algo —agregó, apoyando la mano en la borda como si acariciara un caballo nervioso—: después de hoy, este barquito va a ser más grande que cualquier cosa que haya comandado.
Lo dijo con la certeza de los hombres que no suponen: saben.
Y entonces nos ordenó bajar a la isla. Sin protesta, sin preguntas. Sabíamos que su decisión no se discutía. La noche se tragó al Luisito mientras se alejaba hacia la furia del mar, rumbo a esos once alemanes que el destino había dejado flotando entre astillas y plegarias.
Lo que siguió fue una eternidad.
Doce días.
Doce días de tormentas con filo.
Doce días en los que el frío hacía crujir los huesos como si fuéramos leña verde.
Doce días sin saber si el Capitán seguía vivo, o si el mar se lo había guardado para siempre.
Pero sabíamos una cosa: si alguien podía volver, era él. Volver era su religión.
Y lo hizo como regresa la marea, o la luz después de una noche demasiado larga. Primero lo vimos como un punto. Después como una herida oscura entre la espuma. Y por fin, el "Luisito", avanzando como si el mar fuera apenas un mal recuerdo.
Cuando subió a la playa helada, traía en los ojos la fatiga de mil batallas, pero también la satisfacción de un hombre que cumplió cada cosa que prometió: rescató a los once náufragos, los llevó a tierra firme y los dejó a salvo antes de regresar por nosotros.
—Les dije que volvía —fue lo único que dijo, como quien comenta el clima.
Tiempo después supe que le habían ofrecido dinero por el rescate, un pago importante. Lo rechazó. No aceptó ni una moneda. Solo recibió un telescopio, finamente dedicado como gesto de gratitud.
Y mientras lo recuerdo, mientras escribo estas líneas, tengo que confesarte algo.
Nada de esto me ocurrió.
Nunca estuve en aquella isla.
Nunca escuché al Capitán decir esas palabras.
Nunca sentí el viento helado mordiéndome los dedos.
Fue un sueño. Un sueño feroz y luminoso que tuve anoche, después de leer la crónica del rescate de octubre de 1874 cerca de la Isla de los Estados, cuando Piedrabuena salvó la vida de once náufragos del buque alemán "Doctor Hansen", con el cúter Luisito.
Pero te juro, lector de Santa Cruz nuestro lugar, que al despertar todavía sentía el viento en la cara… como si la historia hubiese querido rescatarme también a mí.
Por @_fernandocabrera




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