4ª Fiesta del Frío: De cómo renacemos en invierno
- Santa Cruz Nuestro Lugar

- 27 jul
- 4 Min. de lectura
No sé cómo explicarlo sin sonar medio enfermito (porque sé que hay gente humilde que por distintos motivos la pasa mal en el invierno), pero amo el frío. Lo amo en serio. Me calienta el alma. Me ordena el bocho, me baja los humos, me recuerda que estoy vivo. Me gusta sentirlo en la cara como una cachetada honesta de la vida, de esas que te ubican. Me gusta que me entumezca las manos, que me obligue a buscar el calor de un mate bien cebado o el abracito de alguien querido. No hay nada más hermoso que estar tapado hasta las cejas con el viento soplando fuerte, como si el mundo estuviera a punto de reventar y a uno eso no le importara.

Y lo digo con total convicción: no entiendo esa manija que tienen con rajar al calor. ¿Para qué carajo me voy a ir de Río Gallegos justo cuando el verano nos da un respiro? Si es cuando la ciudad se pone más linda, el viento afloja un toque y los días son larguísimos. Aunque también me gusta que se las piquen porque así no queda tanta gente y la ciudad parece desierta.
A mí el frío me habita. Y no soy el único. Hay algo más profundo ahí, algo ancestral, que viene de nuestros muertos, de nuestras penas, de nuestros ritos. Como las antiguas comunidades que se enfrentaban al invierno no con miedo sino con rituales. Los celtas, por ejemplo, allá por el norte de Europa, armaban tremendas zapadas en pleno invierno. Festejaban el Yule, como diciéndole a la oscuridad: "vení nomás, te aguanto". Encendían fogatas, se daban calor entre todos, esperando que el sol vuelva a asomar. No huían del frío, lo transformaban en fiesta.
O los inuit, allá por el Ártico, que se quedaban quietitos en el invierno, en ronda, contando historias. Para ellos, el invierno era cuando los espíritus salían a caminar, cuando había que cerrar la boca y abrir el alma. Y nosotros, acá en el culo del mundo, también tenemos lo nuestro. El We Tripantu mapuche, por ejemplo. Año nuevo en plena noche larga. Porque hay que morir un poco para volver a empezar.
Y este año, más que nunca, el frío vino con una carga. Como si nos estuviera pidiendo que lo tomemos en serio, que lo escuchemos con respeto. Porque lo que pasó con el micro de Andesmar nos dejó como la mierda. Y lo de Fernando Alturria… no sé, hermano. Nos partió al medio. Era un héroe de Malvinas, pero de esos de verdad, de los que caminaban entre nosotros sin hacerse los capos. Cada vez que lo mirabas, le veías la tristeza en los ojos. Y sin embargo, estaba. Aunque con el corazón puesto en Malvinas. Me juego la vida a que ese tipo no sé fue al cielo. Volvió a las islas.
Pero nosotros, querido lector de "Santa Cruz nuestro lugar",volvamos al frío. Hablemos de él como un manto. Como un abrazo áspero pero sincero. Como esas penas que no se lloran a los gritos, sino que se llevan calladitas, bien adentro, y se purgan así: con una caminata larga por la ría, con el viento cortándote la cara, con un grupo de gente haciendo ronda, mirando el fuego, hablando poco y diciendo mucho.
Yo me descubrí enamorado del frío una mañana de cola eterna en Servicios Públicos. Viste esas épocas en que la boleta te llegaba tallada en piedra y había que ir a pagarla al centro, con el viento cruzado que te movía hasta el DNI.
Ahí estaba yo, en la lentísima fila de atención al público todo fularado y con el celu sin batería para por lo menos zafar jugando al Tetris. Y detrás de mí una mina, profe de educación física, 22 años, de Jujuy. Relinda, simpática, con esa tonadita norteña que me dio ganas de invitarla a un café para seguir la charla y ver qué ondín. Nos pusimos a hablar para matar la espera. Buena onda. Hasta que sale el tema del clima.
—Ay no, qué feo esto, no doy más con el frío —me dice.
—Pero si está hermoso —le tiro.
—Hermoso para morirse —me dice riéndose, pero con cara de orto.
—Es cuestión de costumbre, mirá que después se le agarra cariño —le digo.
—Cariño te puede dar un perrito, no esta porquería —y se acomoda la campera.
Y ahí, cada paso que dábamos hacia la caja era una queja nueva. Que los pies, que el viento, que la gente, que qué necesidad. Yo la junaba y pensaba: divina, pero no hay caso. No nos vamos a entender en la puta vida. Porque yo no solo aguanto el frío: lo quiero. Lo necesito.
Ya cerca del mostrador, y ya medio sacado pero con sonrisa de "ya fue", le digo:
—No te hagás drama. A fin de mes, esto se pasa.
—¿Va a cambiar el clima? — Me dice, cagándose de risa.
—Naaaahhhh... —Le retruco— Cobrás el sueldo y te comprás un pasaje de vuelta.
Sí, fui un poco forro. Pero también fue mi epifanía. Nunca podré estar con alguien que deteste algo tan esencial para mí. El frío no es sólo temperatura. Es un modo de ser. Es raíz. Es duelo. Es ceremonia.
Ayer caminé entre los puestos de la cuarta edición de la Fiesta del Frío, con un choripán en la mano, y vi a la gente abrigada y feliz. Vi artistas callejeros con los dedos duros como piedra, vi pibas y pibes y familias enteras bailando frente a los escenarios y paseando entre los puestos, vi rondas de mate ir y venir. Nadie se quejaba. Nadie estaba de más.
Y todo esto organizado por la Municipalidad de Río Gallegos, que le puso el pecho al invierno con arte, con fogones, con cultura.
Y yo tampoco quise estar en otro lado. En medio de esos -05° con -15° de sensación térmica y el calor de la muchedumbre, me sientí más vivo que nunca. Como los celtas, como los inuit, como los mapuche, como todos los que entendieron que el frío no se sufre: se honra. Se abraza. Se celebra.
Así que sin dudarlo ayer, después de recorrer los puestos de la Rural y los Stands del Boxing Club, me mandé al trailer de prensa a la par del escenario mayor para acreditarme para los dos días.
Y si la acreditación hubiese sido vitalicia, posta que la hubiera pedido también pa' venir a cagarme de frío toda la vida en este lugar que tanto amo.
Por @_fernandocabrera










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