Ascencio Brunel, bandido rural de la Patagonia
- Santa Cruz Nuestro Lugar

- 23 ago
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Aqui nomás, en esta latitud austral, en donde el frío como cuchillo te pela hasta los huesos, nació la leyenda de Ascencio Brunel. A este tipo lo vendieron como “el demonio de la Patagonia”, pero más que diablo fue perejil: lo usaron de chivo expiatorio para tapar la mugre de canas corruptas y políticos de medio pelo que se hicieron los héroes persiguiéndolo.

Su origen es un quilombo de versiones: algunos lo tiran como oriental, otros lo hacen chileno, y hasta hay quien dice que pasó por Malvinas antes de caer en Punta Arenas, allá por 1890. Y ojo: Punta Arenas en esa época era un descontrol total. Una ciudad donde convivían aventureros, buscavidas y bandidos, mientras los estancieros hacían su agosto con oro, pieles y la matanza de pueblos originarios. Les pagaban con vino y ropa por cada indígena que bajaban. ¿La prueba? Una oreja, una mano, o hasta una teta si era mujer. Ese era el “mercado laboral” del fin del mundo.
Brunel se curtió en ese barro. El primer lío fuerte fue un homicidio por un asunto de faldas. Lo enganchó la yuta, pero se la picó en caballos ajenos y quedó marcado. Desde ahí arrancó su vida de matrero: caballos baguales, abigeato, fogones escondidos y corridas por Última Esperanza, su refugio preferido. Y de paso dejó su huella particular: si aparecía un caballo muerto sin lengua, todos sabían que Brunel había pasado. El loco tenía esa parte como bocado predilecto.
Con el tiempo, la fama lo rodeó. Lo buscaban en Argentina y en Chile. Pero él también tenía su versión. Preso en Ushuaia, frente a un juez, se despachó: “Yo no nací chorro. Fueron los mismos milicos los que me mandaban a chorear caballos. Los canas argentinos me largaban para el lado chileno, los chilenos me devolvían pa’l otro. Siempre prometían recompensa, nunca cumplían. Y encima, cuando les servía, me daban de palos”. Palabras más, palabras menos, Brunel se plantó como lo que fue: herramienta de un sistema podrido.
La caída fue digna de western patagónico. Estancieros podridos de que les carnearan el ganado se armaron su propia partida. Lo encontraron en un fogón cantando canciones inglesas y, después de un tiroteo, lo dieron por muerto. Cuando lo cargaron en un caballo, parecía fiambre, con cinco tiros encima y medio escarchado. Pero el frío lo había salvado: le congeló la sangre y no se desangró. Lo llevaron hecho un trapo humano a la comisaría, casi en bolas, envuelto en una manta que usaba de montura. Se bancó la recuperación sin chistar, rengueando de por vida por una bala que le cruzó la cadera.
Así, a los ponchazos, se armó la mística de Brunel. No fue ni santo ni demonio: fue un sobreviviente de una tierra sin Dios ni ley, donde la justicia brillaba por su ausencia y los que tenían poder usaban la violencia como negocio. Su leyenda corrió de Río Negro a Punta Arenas, siempre entre el miedo y la admiración.
El tipo quedó grabado como matrero, bandido o como quieran llamarlo. Pero en el fondo, Ascencio Brunel fue el espejo incómodo de una Patagonia salvaje donde la línea entre víctima y victimario estaba dibujada por la corrupción. Y si lo pintaron como demonio, fue porque al verdadero diablo lo tenían sentado en el despacho, con uniforme o con saco y corbata.
Por @_fernandocabrera




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