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Año 1966: El día que militantes de Tacuara plantaron bandera en Malvinas

  • Foto del escritor: Santa Cruz Nuestro Lugar
    Santa Cruz Nuestro Lugar
  • 28 sept
  • 4 Min. de lectura

Sin desmerecer a nuestros héroes que en 1982 dieron la vida en el Conflicto por las Islas del Atlántico Sur, vale recordar otro acto de soberanía anterior ocurrido un día como hoy pero en el año 1966, en plena dictadura de Onganía, cuando un grupo de dieciocho pibes —diecisiete flacos y una mina— se subieron a un Douglas DC-4 de Aerolíneas Argentinas que venía de Aeroparque a Río Gallegos. Todo tranqui hasta que, en pleno vuelo, el grupo Comando Cóndor, con sangre peronista y raíces de Tacuara, se la jugó: arrebataron la cabina, sacaron fierros y dijeron “vamos derecho a Malvinas, viejo”.

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Al frente iba Dardo Manuel Cabo, hijo del gremialista Armando Cabo, y a su lado la periodista y dramaturga María Cristina Verrier, que era su pareja y la única mujer de la banda. En la crew estaban también Norberto Karasiewicz, Ricardo Ahe, Juan Bovo, Alejandro Giovenco Romero y otros tantos pibes de entre 18 y 32 años, mezcla de militantes, estudiantes y laburantes que estaban re cebados con la idea de hacer patria a lo grande.


En el avión iban unos 42 pasajeros, entre ellos el propio gobernador del territorio de Santa Cruz, el contraalmirante José María Guzmán. Nadie entendía nada: arrancó como un vuelo común y de repente era una epopeya.


El DC-4, matrícula LV-AGG, vuelo AR-648, después de dar vueltas para quemar nafta, aterrizó de prepo en Malvinas, en una pista improvisada que era poco más que una recta de turf cerca de Puerto Stanley (que ellos rebautizaron Puerto Rivero).

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Lo primero que hicieron fue lo más simbólico: sacaron siete banderas argentinas, hechas por la vieja de Verrier, y las clavaron por todos lados. Una en el avión, cinco en los alambrados y una en un mástil improvisado. Se pusieron a cantar el Himno a todo pulmón, convencidos de que estaban escribiendo historia.


Los isleños, resorprendidos, no sabían si cagarse de miedo o de risa. El cura local, el padre Rodolfo Roel, metió la cuchara para calmar las aguas y mediar entre los pibes y la autoridad británica. Los pasajeros y tripulantes terminaron alojados en casas de kelpers mientras todo se acomodaba.


Los británicos no se hicieron los boludos: enseguida desplegaron a su gente y rodearon la zona. Después de unas 36 horas de tensión, los militantes terminaron refugiados en la capilla y finalmente se entregaron. No hubo tiros, ni muertos, ni heridos graves. Todo terminó con los cóndores embarcados en un buque de guerra inglés y enviados de vuelta al continente.


El 29 de septiembre ya estaban en Ushuaia, esposados, y de ahí al resto del país. La dictadura de Onganía los trató como delincuentes comunes: les armaron causas por privación de la libertad y tenencia de armas, los procesaron y les dieron cárcel. En cana estuvieron casi nueve meses, hasta que la mayoría salió en libertad.


Mientras tanto, en la calle, muchos los empezaron a ver como héroes populares. El gobierno les tiraba mierda, los llamaba “terroristas”, pero el pueblo los recordaba como los pibes que se animaron a plantarle cara a Inglaterra sin un ejército, solo con un avión y unas banderas.


Con el tiempo, la historia de cada uno siguió por caminos distintos. Dardo Cabo terminó metido en la militancia pesada, pasó por Montoneros y lo fusilaron en un traslado en 1977, en plena dictadura genocida. Verrier quedó marcada como la mujer que estuvo ahí, con la pluma y con el cuerpo.

En tal sentido, Norberto Karasiewicz, uno de los protagonistas, lo cuenta así, sin pelos en la lengua:


“Tacuara empezó a cranear lo de Malvinas. Primero pensaban en un barco, comprarlo, vivir en él, pero si atracábamos a cuarenta kilómetros del poblado nos manoteaban al toque. Entonces dijimos: avión. Sacamos pasaje como pasajeros regulares en un vuelo a Río Gallegos. Estudiamos la ruta. Cuando Dardo y yo entramos a la cabina, el piloto dijo: ‘no tenemos hoja de ruta a Malvinas’. Y Dardo le tiró: ‘acá está la hoja de ruta, rumbo 105’. Ya no había vuelta atrás. Lo invitamos a Héctor Ricardo García para difundir la noticia, y cuando aterrizamos a las nueve y pico en Malvinas, Crónica salió con el título: Un grupo comando toma las Malvinas. Esa tapa se desparramó y nos salvó de que la dictadura nos fusile, porque sabíamos que podían hacerlo. Tomamos posiciones, nos hicimos cargo de las islas sin tirar un solo tiro. Fueron 36 horas allá. Los pasajeros no querían irse con los pobladores, querían quedarse con nosotros, pero era peligroso. Antes de largarlos, enarbolamos la bandera, cantamos el himno y prometimos no derramar sangre. Tenía veinte años, hoy tengo ochenta, y no cambié una coma de mis convicciones. El cuerpo está golpeado, pero las ideas siguen intactas”.


Hoy, aquel Operativo Cóndor, ocurrido dieciséis años antes de la guerra del ’82, sigue vibrando en la memoria argentina: una mezcla de mística, atrevimiento y quilombo. Fue un secuestro de avión, sí, pero también un acto de soberanía hecho a pura fe, huevos y convicción, en medio de una época oscura.


Las siete banderas todavía son símbolo: flamearon un par de horas en Malvinas, pero quedaron clavadas para siempre en el corazón de muchos que creen que, ese 28 de septiembre del 66, un puñado de pibes se animó a gritar bien fuerte que Malvinas son argentinas.

Por @_fernandocabrera

 
 
 

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