Cacho Culman: la perdurable voz de la radio, el teatro y el cine nacional
- Santa Cruz Nuestro Lugar

- 23 jul
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Era abril, más o menos. Año 2004. La memoria no me falla en lo esencial, aunque el calendario de esos años se me hace un enchastre entre cafés recalentados, resmas de oficio grueso y esa apagada solemnidad que tienen los pasillos del Estado. Yo, Fernando Cabrera, entraba por primera vez como cronista redactor a la Dirección Provincial de Prensa (¡la gloriosa DPP!), ese organismo casi mítico donde las palabras se cocinaban a fuego lento y la información pasaba por más filtros que un vino artesanal.

Mi primer laburo formal, sí. Y ahí, en medio del tecleo de compus IBM, celulares de tapita que no se entendían con nadie y voces que eran puro timbre, apareció él.
Un tipo imposible de ignorar. Flaco, petiso, pelo plateado, de movimientos suaves, elegantes. Voz gruesa, cavernosa. Y una manera de hablar que oscilaba entre lo refinado y lo melodramático, como si cada frase fuera parte de un guion que solo él conocía. Siempre con un sobretodo de paño—beige, tirando a marrón—con historia propia. No lo colgaba nunca. Lo usaba como escudo. O como marca registrada.
En la oficina le decían “Cacho”.
Así nomás. Bien corto y con cariño. Como el tío piola o el del almacén de la esquina. Hablaba sin parar —una verborragia encantadora— y, con el tiempo, nos hicimos amigos. Él me contaba su vida, como cuando me dijo que había entrado a laburar ahí como locutor oficial de la gobernación, convocado nada menos que por el propio Néstor Kirchner en su primer mandato provincial. Me largaba historias sueltas, anécdotas sin final, cosas que parecían salidas de una película. Y ahí estaba la clave: había algo de cinematográfico en él. Hasta que un día, sin querer, lo descubrí.
Fue después de una de esas llamadas eternas que se clavaba en el fijo de la oficina —un teléfono negro de Telecom—. Se fue como si nada, pero dejó algo arriba del escritorio: su carnet de la caja de servicios sociales. Me acerqué por reflejo, lo agarré y lo leí.
Eduardo Norberto Culman, decía. Y ahí... ¡me explotó la cabeza!
Culman... ¡Pero claro que lo conocía! Me recontra sonaba. Después, en los archivos de la compu de mi casa, me puse a revolver mis viejas notas, crónicas de cultura, y ahí estaba: Eduardo Culman, actor. Un tipo con trayectoria posta. Cine nacional del bueno. Extra en La Patagonia Rebelde, ni más ni menos. También en Alambrado, con Arturo Maly. Y Mar del Plata, donde ganó la Estrella de Mar junto a Darío Vittori y Silvia Pérez. Un actor de raza. De cartel.
Y yo, cada día en los tiempos muertos de la redacción, lo escuchaba hablar de la vida como si nunca hubiese pisado un escenario. Como si fuera otro del montón entre sellos y expedientes. Pero no. Había sido mucho más.
Ese día no dije nada. Le devolví el carnet sin hacer ruido. Pero desde entonces lo miré con más respeto. Cada vez que hablaba —de política, del clima, de su sobrino— yo le adivinaba el guion. La cadencia. El actor que todavía estaba ahí, esperando su próxima escena.
Porque, en el fondo, la DPP era eso: una obra en loop. Donde algunos —como Cacho— seguían actuando aunque ya no quedara público.
Y yo, desde mi escritorio, me sentía parte del reparto.
Pasaron los años. Cacho empezó a venir cada vez menos. Problemas de salud, decían. Y un 16 de mayo de 2008, sin que nadie avisara mucho, la noticia llegó como un susurro triste: Cacho había muerto. Me acuerdo que hacía mucho frío. Lo velaron en la funeraria Ilhero. “¡Cómo me vas a llorar cuando me muera!”, solía decirme, mientras con sus chistes de oficina me robaba carcajadas. Y así fue. Me dolió su partida.
Y entonces pasó algo que no se puede explicar fácil. El lector de "Santa Cruz nuestro lugar" puede llamarlo azar, destino, o el mismísimo Cacho tirando líneas desde el más allá, dirigiendo la escena.
En una guardia periodística en la que estaba solo, prendí la tele de la oficina. Canal perdido de cable, I-SAT. Y ahí estaba. La peli se llamaba "Alambrado". Una de esas rarezas noventosas filmadas aquí en el sur, con producción italoargentina en colores, dirigida por el chileno-italiano Marco Bechis. Y en una escena clave, aparece él. Culman. Cacho. Haciendo de ferretero. Vendiendo alambre a Logan, el personaje de Arturo Maly. Su gesto contenido. Su voz intacta. La mirada que calaba. Con un rostro más joven. Cacho en la pantalla. Mi compañero de mates convertido en ficción. O, mejor dicho, revelado como lo que siempre fue.
Se me hizo un nudo en la garganta. No de tristeza, sino de emoción. Un nudo entre el duelo y la revelación. Y me hice una promesa: algún día iba a reconstruir su vida artística. Porque no podía dejar que se borrara así nomás. Que quedara reducido a una anécdota de oficina.
Tenía que empezar por quienes lo conocieron más allá del escritorio. Entonces recordé algo que él solía decirme con ternura:
“Mi hermana del alma es Susana Infante.”

Susana. La voz de la radio. La locutora que fue parte del paisaje sonoro de Río Gallegos durante décadas. Tan hermanados estaban que Cacho fue padrino de su hija, Yamilé. Ella tenía que saber. Tal vez guardaba algo de ese archivo afectivo que yo buscaba.
Hace poco la contacté. Le conté quién era, lo que Cacho significó para mí, y que estaba escribiendo esto. Y Susana, con una calidez que traspasó la pantalla del celular, me respondió. Me dijo que lo recordaba todos los días. Que guardaba anécdotas, fotos, cartas. Que su voz la seguía acompañando.
Y con una emoción que se le notaba hasta en los puntos suspensivos, me contó:
Eduardo Norberto Culman —o “Cacho Culman”, como le gustaba que lo llamaran— nació el 6 de junio de 1946 en el Hospital Cullen de la ciudad de Santa Fe. Desde chico, ya se destacaba por su hermosa voz y su don para la actuación. Participaba en los actos escolares, y en su adolescencia empezó a incursionar en los radioteatros de las radios locales.
"En 1964, el destino lo trajo al sur: salió sorteado para cumplir con el Servicio Militar Obligatorio en Río Gallegos, Santa Cruz. Esa fue la primera vez que pisó este suelo patagónico que, sin saberlo, se volvería parte de su historia para siempre."
"Yo lo conocí personalmente el 1º de marzo de 1973, cuando ingresé a trabajar en LU14 Radio Provincia de Santa Cruz. Pero ya lo admiraba mucho antes. Era fan de su programa Rimas en la noche, que salía a las 22:30 por la misma emisora. El operador y musicalizador era Gabriel Esteban Aguirre. No me perdía ni un programa. Si justo estaba en el cine —en el mítico Cine Teatro Carrera—, me llevaba la radio portátil y lo escuchaba desde el baño. Para mí, Cacho era como mi Roberto Vicario patagónico."
" ¡Qué emoción sentí el día que me lo presentó Eduardo Luis Ezpeleta! Por entonces estábamos en plena época dorada del radioteatro, con libretos de Julio A. Grumblat. Cacho fue mi maestro en la locución y en la conducción. Un tipo generoso, humilde, de esos que enseñan sin ponerse en el centro. Un excelente amigo. Un hermano."
"Tanto así que, cuando quedé embarazada de mi primera hija, él mismo me pidió ser el padrino. Y antes ya había sido padrino de Tony, mi perro bóxer atigrado, que incluso participaba en el programa con nosotros. Esa fue una de tantas anécdotas que pintan de cuerpo entero a Cacho: cálido, excéntrico, entrañable."
Susana recordó que Cacho vivía frente a Canal 9, en la calle Vélez Sársfield, en la casa de su gran amigo el escritor Mario Echeverría Baleta. "Todos los días me venía a buscar a las 11 de la mañana para hacer un programa que salía al mediodía, de lunes a viernes. Yo vivía frente al Hotel Comercio. Me tocaba el portero y yo bajaba", contó.
Un día en particular, bajó y se encontró con un cielo completamente celeste. "¡Qué día peronista!", le dijo con una sonrisa. Pero Cacho, con la seriedad que lo caracterizaba cuando era necesario, le respondió en voz baja: "Callate... ¿no te enteraste? Los militares tomaron el poder. Hay golpe militar. La radio ya está con custodia".
Susana confesó que no se había enterado. Había salido temprano a hacerse unos estudios y no había escuchado la radio como cada mañana. "Volví, me cambié y Cacho ya estaba ahí. Caminamos hasta la radio por la calle Roca, unas ocho cuadras. Se sentía la presencia militar en las calles. Entramos con documento en mano, y comprobamos que ya había un interventor. Fue muy difícil", relató, con el recuerdo vivo del 24 de marzo de 1976.
En esa época, Susana tenía una hija de apenas cuatro meses: Yamilé. "Yo quería justicia, me preguntaba por qué, y casi me llevan presa. Pero Cacho siempre fue un hombre de paz. Nunca un grito, nunca una alteración", enfatizó.
También recordó que, en 1977, quedaron prescindidos. "Dieciocho empleados, entre Canal 9, LU14 y la Dirección de Prensa, que funcionaba debajo de la radio. Yo hice un pedido de reconsideración que, al cabo de nueve meses, gané. Recuerdo que fui a Casa de Gobierno a presentar el escrito, y él quedó en la esquina cuidando a Yamilé en su cochecito", relató.
Cuando finalmente se hizo justicia, Susana fue llamada por el ministro Corbalán. "Me dijo: ‘Señora, después de revisar su expediente, no entiendo por qué la dejaron afuera. Usted no tiene faltas, no tiene carpetas médicas, y a los quince días de haber dado a luz ya estaba trabajando. Lo único que dice acá es: amiga de Eduardo Norberto Culman —y entre paréntesis, con letra de imprenta— peronista’."
"Así fue", dijo. "A Cacho lo habían echado por peronista, y a mí también. Esa quedó como una historia para toda la vida."
Después de que los echaron de la radio, Susana y Cacho aún tenían pendientes unos 90 francos compensatorios. Con esos días disponibles, habían planeado viajar a Tucumán para bautizar a Yamilé. “La idea ya la teníamos desde antes, desde que nació dijimos que la íbamos a bautizar allá. La hermana del papá, María de las Mercedes Saade, también locutora y que había trabajado en LU12, ya se había ido a Tucumán. Cacho no conocía y teníamos pensado hacerlo en abril, que es una linda época para ir”. Pero el golpe del 24 de marzo cambió todos los planes. En abril ya estaban los dos afuera de sus trabajos.
Cacho se quedó un tiempo más en Río Gallegos. Tenía algunas obras, pero también empezó a rebuscársela. “Fue presentador en el Tutú”, recordó Susana, refiriéndose al emblemático local nocturno de la ciudad. “Pocho Manrique, que era el dueño, lo llevó a trabajar ahí a la noche, presentando los shows de striptease, que en esa época eran famosos. Imaginate, plena década del 70, con todo el movimiento del petróleo, había una vida nocturna tremenda, mucha plata. Él estaba sin trabajo, así que se fue a vivir a mi casa. Y siempre decía: ‘Acá, por peronista, hasta que no se vayan los milicos no me van a tomar’.”
Lo perseguían mucho, y eso lo llevó a buscar nuevos horizontes. Tenía un amigo en Trelew, Tito Oyarzún, con contactos en la radio. “Le dijo: ‘Cacho, con la voz que vos tenés, venite’. Y así fue. Se fue a vivir a Trelew, empezó a trabajar en LU20 Radio Chubut, y enseguida se metió también en el mundo de las presentaciones.” Con su pinta y su voz, conducía eventos, desfiles de moda y programas de televisión.
Susana lo acompañaba cada verano. Terminaba las clases y se iba un mes entero con Yamilé a Trelew. Hasta que, años más tarde, Cacho volvió a Río Gallegos. Fue ya en democracia, con Alfonsín, aunque antes también había regresado ocasionalmente.

"Era un tipo honesto… ¡Era un ser de luz, de otro planeta! Le faltaban apenas cuatro días para jubilarse… Él se tenía que haber retirado el primero de marzo de 2008. Y vos sabés que el año anterior, en 2007, se había muerto Patricia Contreras, otra compañera y amiga nuestra de Canal 9. En la misa de despedida, en el Obispado, Cacho dijo algo que a mí me quedó grabado: 'Che, juntémonos más seguido, porque no da que solo nos veamos en los velorios'.
"En sus últimos días se deprimió profundamente después de todo lo que había laburado ese hombre. Mirta Espina me recordó que Cacho le manejó el protocolo a Jorge Cepernic, ahí en Casa de Gobierno."
"También estuvo en UPCN. Era colaborador, y presentador de todos los eventos culturales. Siempre fue ese tipo de persona: comprometido, sensible, y con una voz que marcó a toda una generación."
Porque eso fue también la DPP: un escenario sin telón, una trinchera de papel y palabras. Una redacción donde se cruzaban vidas que después terminaban marcando la cultura de Santa Cruz. No fue solo una oficina con expedientes apilados y máquinas de escribir desfondadas. Fue una suerte de territorio mítico donde convivían la burocracia y el arte, lo cotidiano y lo extraordinario.
Por esa misma oficina también pasó, como cronista y redactor, Héctor “El Lobo” Peña, el primer novelista santacruceño. Otro talento que tejió con palabras la identidad de esta tierra. El Lobo —con su pluma aguda, su mirada profunda sobre los márgenes, su oído atento a las voces del pueblo— también fue parte de esa fauna entrañable que habitó la Dirección Provincial de Prensa. Otro actor, aunque de tinta y papel, que supo esconder su genialidad detrás de una pila de partes de prensa.
Cacho Culman. El Lobo Peña.
Dos nombres que merecen mucho más que una ficha archivada o un recuerdo perdido en el café de media mañana. Fueron parte de una generación que tejió cultura desde donde se pudo: desde un estudio de radio, desde una novela incipiente, desde un micrófono, desde un escritorio de madera gastada. Gente que dejó marca sin hacer ruido.
Y entonces, cuando vuelvo a pensar en Cacho, en su sobretodo como armadura, en su voz que todavía me resuena, en ese mate compartido sin apuros... me doy cuenta de que la DPP no era solo un lugar de paso.
Era un refugio. Un refugio donde algunos artistas disfrazados de empleados públicos seguían actuando, escribiendo o locutando la vida. Aunque el mundo ya no mirara. Aunque no hubiera aplausos. Aunque se los olvidara.
Pero yo no me olvido.
Y mientras pueda contar estas historias, mientras escriba su nombre con respeto y con cariño,Cacho Culman va a seguir actuando. El Lobo Peña va a seguir narrando.
Y la DPP —hoy devenida en Secretaría de Estado de Comunicación Pública y Medios—, esa vieja oficina entre carpetas y mates,
va a seguir latiendo como un corazón cultural escondido en el centro de Río Gallegos.
Por @_fernandocabrera





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