Caramelos de vuelto en La Anónima
- Santa Cruz Nuestro Lugar

- 25 may
- 3 Min. de lectura
La cola de La Anónima de la calle Maipú, en el barrio Belgrano, tiene esa calma tensa de los trámites inevitables. Un desfile de changuitos colmados, puteadas mudas y resignaciones compartidas. Son las seis y media de la tarde, y la fila para la caja serpentea hasta la góndola del papel higiénico. Me resigno al destino: veinte minutos mínimo, clavados.

Delante de mí, un viejo con boina de lana y sobretodo negro. Tiene esa cara de haber leído mucho y llorado poco, pero con dignidad. Se la vuelta, me mira y me guiña un ojo, como quien reconoce a otro condenado a la espera. Le devuelvo el gesto con una sonrisa amarga. Y ahí nomás, sin mucha vuelta, me larga:
—Jodido el tiempo, ¿no?
—¿Cómo dice?
—El tiempo, pibe. Pasa y pasa, y no pide permiso.
No sé si lo dijo porque me vio cara de melancólico o de filósofo de góndola de supermercado. O las dos cosas. Pero ya estaba adentro del diálogo.
—Sí… —le contesto— yo cumplo años en enero y no sé… no me la banco mucho. El cumpleaños me deja como... no sé, como con un gustito agrio.
Él suelta una risita corta, con la garganta.
—Ajá… ¿y por qué será?
—Porque todo lo que marca el paso del tiempo... no sé, me angustia. Me gusta vivir, me gusta estar, pero no me gusta que me lo recuerden. Me pasa con los cumpleaños, con las fiestas, con la gente que uno ya no ve... hasta con el olor del invierno cuando se viene. Todo eso denuncia el paso del tiempo, ¿viste?
—Claro que sí. Y todo eso que lo denuncia... es socio de la angustia. —dice él, como si lo hubiese leído en algún libro de Sartre o escuchado en una mesa de bar a las tres de la mañana.
Asiento, medio sorprendido, y me dice:
—A mí me gusta la vida, eh. Me gusta tanto que me da bronca tener que dejarla algún día. Ese es el tema, nene. No es que no nos guste vivir… es que nos jode que se termine.
Y nos quedamos ahí, callados, en silencio. Pero no era un silencio incómodo. Era uno de esos que hacen ruido adentro. Un bebé llora por atrás. Una señora ordena su changuito. Avanzamos dos pasos.
—¿Y sabés qué es lo peor? —dice de golpe— Que hay días en que todo te lo recuerda. Una canción, una foto, el reflejo de uno en una vidriera del centro…todo.
Yo bajo la mirada y sonrío. Es cierto. Las vidrieras también son así de jodidas.
Por fin llegamos al final de la cola. La cajera, una chica joven con cara de querer estar en cualquier lado menos ahí, le cobra y le pregunta:
—¿Le puedo dar el vuelto con caramelos?
Él la mira fijo, serio.
—¿Y con esos caramelos... voy a poder venir a comprar la semana que viene?
Ella se ríe incómoda. No sabe si es una joda o si se le viene un reclamo de la ostia. Le da las moneditas igual, sin caramelos.
Antes de agarrar su bolsa y mandarse a mudar, se da vuelta hacia mí, se inclina apenas y me dice, al oído, con ese tono que no busca cómplices sino testigos:
—Y, también, los caramelitos de vuelto son otra cosa que me rompe soberanamente las pelotas.
Y se va.
Yo lo miro alejarse. Y no sé si me hizo bien o mal la charla, pero me quedo pensando que capaz, como el viejo, quiero tanto la vida que me jode que se acabe. Aunque venga con vuelto.
Por @_fernandocabrera




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