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Frankenstein: la eterna monstruosidad del padre que falla

  • Foto del escritor: Santa Cruz Nuestro Lugar
    Santa Cruz Nuestro Lugar
  • hace 24 minutos
  • 5 Min. de lectura

Si le entrás a Frankenstein desde el psicoanálisis, te das cuenta al toque de que la novela de Mary Shelley no es solo el cuentito gótico del científico quemado que arma un monstruo y después se le arma el bolonqui. No, acá late una herida mucho más profunda: la figura de la paternidad hecha un desastre. Esa presencia que debería sostener, alojar, bancar… brillando por su ausencia. Y, en clave bien freudiana-lacaniana, cuando el padre no aparece para cortar, ordenar o simplemente estar, lo que nace es un sujeto arrojado al mundo sin brújula. O sea: pura pulsión suelta.

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Víctor Frankenstein encarna al padre que no quiere hacerse cargo ni a palos. Desea crear vida, pero no asumirla. Quiere el goce narcisista del creador, pero sin las responsabilidades del padre. Apenas la Criatura abre los ojos, Víctor pega un “te dejo en visto” de dimensiones épicas. Es el abandono original: el padre que corre antes de que el hijo diga “hola”. Desde el análisis, eso es peor que un golpe: es la marca del vacío, la caída del Otro, el agujero legal.


La Criatura nace sin nombre —y ahí ya tenés otro moco simbólico—: no tiene inscripción en el lenguaje, no tiene linaje, no hay palabra paterna que lo ubique en el mundo. Es un sujeto literal y metafóricamente fuera del sistema. ¿Y qué hace un hijo sin padre? Busca uno. Lo demanda. Lo interpela. Le ruega. Le exige. Lo persigue. Lo odia. Lo ama. Hace todo lo que hace cualquiera que fue dejado a la deriva. La Criatura encarna el grito primal: “¿Por qué me trajiste al mundo si no vas a hacerte cargo?”. Un berrinche existencial que, si lo escuchás desde Lacan, es el reclamo al Nombre-del-Padre que nunca vino a poner orden.


Y Víctor… Víctor sigue corriendo. Cada aparición de la Criatura es la reaparición de lo reprimido, ese trauma que vuelve y vuelve hasta el hartazgo. El tipo se aterroriza no del monstruo, sino de su propia responsabilidad, de su propio deseo puesto en acto. Es el padre que fracasa una y otra vez. El padre que no sabe qué hacer con lo que creó. El padre que deja un tendal de destrucción porque no tiene los huevos de mirar lo que hizo.


Shelley la tenía clarísima: el verdadero horror no es el monstruo. Es el abandono. Es ese pibe enorme, torpe, sensible, desesperado, que lo único que quiere es un poco de ternura y una palabra que lo ubique. Pero cuando la función paterna colapsa, lo que aparece es la violencia. No por maldad, sino por desamparo. El odio como hijo bastardo del deseo frustrado.


Y la Criatura, en ese giro trágico que te rompe el alma, termina pareciéndose a lo que todos dijeron que era. Porque cuando no hay padre que nombre, el sujeto termina encarnando el significante que los otros le tiran encima. Monstruo. Aberración. Error. ¿Cómo no volverse violento cuando tu única genealogía es el rechazo?


Así que sí: Frankenstein leído desde el psicoanálisis es el cuento del padre que quiso jugar a Dios y terminó huyendo como un pibe cagón. La Criatura no es el villano: es el síntoma. Es lo que vuelve una y otra vez a decir: “Che, ¿me vas a mirar de una vez o vas a seguir haciéndote el boludo?”.


Shelley nos dejó, sin quererlo, el mejor ejemplo literario de que la función paterna no es biología ni magia: es presencia, palabra, límite y deseo. Cuando eso falta… bueno, pasa lo que pasa en la novela: aparece un monstruo. Pero el monstruo no es quien creemos.

Dicho al hueso: el monstruo es el padre que no estuvo.


Y así, cuando uno repasa este temón del padre que falla o falta y el hijo que nace ya marcado por el rechazo, es imposible no ver cómo Hollywood viene rumiando lo mismo desde hace casi un siglo.

Hubo muchas, muchísimas. Pero la primera gran campanada fue el Frankenstein de 1931, con Karloff clavando una criatura que ya desde el maquillaje te gritaba abandono: ojos caídos, movimientos torpes, ese andar de recién nacido que nadie quiere sostener. Cuatro años después llegó La novia de Frankenstein (1935), donde Whale redobla la apuesta mostrando a un creador que sigue sin entender nada del lazo que generó, mientras la Criatura busca desesperadamente un parecido de afecto que nunca llega. Más adelante, en 1957, The Curse of Frankenstein de la Hammer introduce un Frankenstein todavía más lúgubre, casi aristócrata del horror, que trata a su creación como basura descartable; y al año siguiente The Revenge of Frankenstein continúa el desfile de irresponsabilidad emocional disfrazada de ciencia.

Ya para los sesenta, con Frankenstein Created Woman (1967), el mito se retuerce hacia otros cuerpos y otras violencias, pero la herida sigue ahí: cada criatura que nace es otro hijo sin apellido simbólico, otro pibe soltado a la buena de Dios. En los setenta aparece Terror of Frankenstein (1977), una adaptación más seria y psicológica, pero igual atravesada por el grito mudo de la criatura buscando una figura paterna mínimamente decente. Casi al mismo tiempo, Mel Brooks se despacha con Young Frankenstein (1974), que aunque se ríe de todo, no deja de cargar con la sombra del rechazo: incluso en la parodia, el nacimiento del monstruo es un chiste armado sobre la ausencia de amor y la torpeza del padre científico.

En los ochenta asoma The Bride (1985), donde la Criatura se cruza con su propia versión de la falta y la manipulación disfrazada de intención romántica. Y en los noventa llega la que quiso volver a la raíz literaria: Mary Shelley’s Frankenstein (1994), con Branagh metiéndose de lleno en la tragedia original y mostrando a Víctor como un narcisista insoportable que ve al hijo como una mancha más que como un ser. Incluso las adaptaciones más modernas, como Victor Frankenstein (2015) o el delirio pulp de Frankenstein vs. The Mummy (2015), siguen orbitando el mismo agujero emocional: la criatura nace en un mundo que ya decidió que es un error.

Con este linaje de adaptaciones, se entiende por qué lo que hace Del Toro en la versión de Netflix pega todavía más fuerte: él no solo filma el mito, sino que lo destila hasta quedarte cara a cara con la escena primitiva del rechazo. Todo el cine previo construye un archivo visual de criaturas que son buscadas, creadas, manipuladas o temidas, pero nunca amadas. Del Toro agarra ese legado y lo convierte en una síntesis brutal: el hijo abre los ojos y lo primero que ve es el terror del padre. Ese instante es la historia de todas las adaptaciones, pero por primera vez contado con una claridad semiótica que te parte al medio.

En el fondo, toda esta obsesión por el padre que falla no es casualidad si recordamos que Mary Shelley creció bajo la sombra de William Godwin, un tipo brillante para escribir teorías pero bastante flojito para bancar a su propia hija. No era un monstruo en el sentido literal, pero sí un viejo emocionalmente rengo: frío, distante, más pendiente de sus ideas que de los abrazos, y capaz de castigarla con silencio y desaprobación cuando se enamoró de Percy Shelley. Mary perdió a su mamá al nacer y, en vez de encontrar refugio en el padre, se topó con un filósofo más preocupado por la reputación que por contenerla. No sorprende, entonces, que en Frankenstein el verdadero horror no sea la criatura, sino ese creador que, igual que Godwin, da vida pero no da amor. La piba escribió ficción, sí… pero también escribió sus propias heridas entre líneas.


Al término de esta columna para "Santa Cruz nuestro lugar", este humilde redactor no puede evitar preguntarse cuántos padres que han abandonado e hijos que han sido abandonados estarían leyendo estas reflexiones.

Por @_fernandocabrera

 
 
 

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