El cliché cultural de odiar al reguetón
- Santa Cruz Nuestro Lugar

- 6 jul
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Hace unos viernes atrás me fui hasta Pueblo Chico a ver un recital punk. Tocaban un par de bandas locales y, aunque tenía que madrugar al día siguiente por un compromiso, me di una vuelta para oxigenarme. Eso sí: no llegué a quedarme hasta el final que cerraba “Apatía”, una banda repulenta de Caleta Olivia que se las trae. Lo curioso —y lo que me quedó rebotando en la cabeza desde esa noche— fue lo que escuché justo cuando salía y esperaba el Uber para volver a casa. Una piba que iba entrando al lugar, mientras agarraba del brazo a su novio, tiró sin filtro: “Acá tocan bandas en serio, no como esa verga de reguetón que escuchás vos...”. Y lo dijo con una mezcla de desdén, superioridad y asco que me dejó pensando.

Y claaa...El reguetón suele ser la excusa perfecta (como tantas otras) de los encorsetados culturales para ejercer su elitismo a través de las expresiones artísticas.
Por eso, hay desprecios que se heredan como la caspa o el mal aliento: nadie sabe bien por qué los tiene, pero ahí están. Y uno de esos es el que algunos músicos o melómanos “cultos” largan como si nada cuando se les nombra el reguetón. Se les frunce la nariz como si olieran un balde de meada tibia, ponen cara de asco y sueltan frases infladas como si fueran directores de orquesta en la Viena imperial: “Eso no es música”, dicen. “Es una porquería repetitiva para descerebrados”. Pero lo que no saben —y ahí está lo lindo— es que eso que tanto desprecian tiene raíces más profundas y oscuras que todo su conservatorio junto. Ese patrón rítmico (“patú patú” o “patú tupá”) que desprecian con aires de superioridad tiene su cuna en África, en rituales viejísimos donde el tambor no era un instrumento, sino un portal para invocar cosas que no querés tener muy cerca.
El reguetón no nació en Puerto Rico ni en los boliches de Miami. Lo que nació ahí fue el envase. El alma viene de mucho antes. De los bantú del Congo y Angola, de los yorubas de Nigeria y Benín. Ahí, hace siglos, los tambores eran usados para llamar espíritus. En serio. No es verso. Están los registros del siglo XVIII que lo muestran clarito: los golpes de tambor marcaban el ritmo para que una entidad baje, y te entre en el cuerpo. Literal. Y si eras varón, podías ser poseído por un espíritu femenino. Si eras mujer, por uno masculino. El cuerpo era una especie de antena y el tambor, el llamado. Nada que ver con lo que te enseñan en las clases de música clásica.
Todo eso cruzó el charco con los barcos esclavistas y se mezcló en América con otras yerbas: el candomblé en Brasil, la santería en Cuba, el vudú haitiano y en otros términos con el Blues. Y no es metáfora: el tambor hablaba, abría puertas. Lo que hoy bailan en los boliches con reguetón, si lo sacás del contexto, tiene la misma estructura rítmica que esos ritos de posesión. Por eso engancha tanto. Por eso te sacude el cuerpo antes de que lo entiendas.
Esto mismo, aunque de otra forma, también se filtró en la literatura. Pero antes de conocer esa poesía negra en la facu de Letras, yo ya me había topado con otra forma más antigua y oscura de entender el lenguaje: la de los grimorios. Libros de magia (no cuadernos manuscritos como originalmente fueron en el medioevo, sino impresos ya, con sello editorial y todo) en donde la palabra no era solo algo que significaba, sino algo que sonaba. La palabra como una suma de sílabas y fonemas que, bien organizados, no solo comunicaban, sino que accionaban. En esos textos esotéricos, el lenguaje no se usaba para decir, sino para hacer. Antes de significar, la palabra vibra, golpea el aire, y esa vibración, si está bien pronunciada, con la métrica justa, puede alterar cosas del mundo físico (¡La acústica movía objetos!): desde abrir un candado o romper vidrios hasta modificar el estado emocional o energético de un espacio. El silabeo era acústica aplicada. Un poema bien dicho era, en el fondo, un conjuro. Por eso, cuando en la universidad me quisieron meter la poesía negra como parte de las vanguardias, a mí me saltaron todas las alarmas. Porque yo ya sabía que no era solo ritmo. Era invocación. Y no iba a andar recitando eso en voz alta, no fuera cosa que le pifia al hechizo y no me recibiera en la puta vida en la carrera de Letras y terminara ganándome el pan como escritor en alguna ciudad del sur fría, gris y distante.
Ahora, volviendo al reguetón. Esa “música basura” como dicen los puristas con el moño bien apretado y el saco con coderas. La posta es que estamos ante un género que, como un espíritu jodido, se viene morfando todo a su paso. El pop, la electrónica, el trap, la salsa, el R&B… todos pasaron por el tamiz del reguetón. Y no es por las letras, que muchas veces son un espanto. Es por el ritmo. Por el patrón maldito. Por el tambor embrujado.
El día que a los productores se les ocurrió la apropiación cultural y meter ese beat africano en una base digital, se abrió el portal. Y una vez abierto, no se cerró más. Desde Don Omar hasta Bad Bunny, lo que se repite no es solo un ritmo bailable: es una especie de conjuro disfrazado de hit. Y los cuerpos —como antes en África— no se resisten. Obedecen.
Así que la próxima vez que algún músico con ínfulas spinetteanas se te ría del reguetón, pasale un librito de religión yoruba. Decile que lea sobre el batá, sobre los ritos en Dahomey, que se dé una vuelta por la historia antes de abrir la jeta. Y después, si todavía le queda voz, que venga a hablar de “música basura”.
Porque el reguetón no es moda, ni marketing. Es un hechizo que, hasta ahora, nadie lo pudo romper.
Por @_fernandocabrera




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