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El día que una ballena varada dejó boquiabierto a Río Gallegos

  • Foto del escritor: Santa Cruz Nuestro Lugar
    Santa Cruz Nuestro Lugar
  • 4 sept
  • 3 Min. de lectura

Río Gallegos, 1946. Imaginate: una mañana tranqui, la gente paseando por la ría, y de golpe se topa con un bicho gigante tirado en la arena. Una ballena varada, enorme, como si la Patagonia misma se hubiera mandado una broma pesada. La noticia voló por toda la ciudad y enseguida todos querían ir a verla de cerca. Era imposible no quedarse boquiabierto.

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Yo me pongo a pensar en eso y no puedo evitar sentir que los fotógrafos, y cualquiera que tenga un ojo atento, son como explicadores mudos: dependen de la realidad para que los entiendan. Esa ballena, posta, te hablaba sin decir ni mu. Era un mensaje de la naturaleza te dejaba en pelotas frente a algo más grande que la humanidad misma.


Si nos vamos más atrás en el tiempo, para los tehuelches una ballena varada no era solo un espectáculo: era un regalo de la naturaleza, un bicho que les daba comida, grasa, aceite y herramientas, y también tenía un valor espiritual. Significaba fortaleza, abundancia y conexión con el mar. No era cualquier cosa: ver una ballena en la playa era la comprobación de que ellos vivían en un mundo donde los animales eran seres con fuerza vital y cada encuentro tenía su mensaje.


Pero volviendo a la foto de Roil, años más tarde, me topo con la historia gracias a un libro que mezcla imágenes y relatos, "Historias de fotógrafos" de Marcos Zimmermann. Este autor que ya tenía un montón de libros de fotos, decidió contar historias inspiradas en imágenes históricas argentinas, y ahí aparece la ballena, en la tapa del libro, inmortalizada por nuestro Walter Roil. Esa foto, te juro, te deja flasheando secuencia: uno se imagina al fotógrafo ahí, captando la imagen y entendiendo que la vida a veces te pone frente a escenas que parecen de película.


Y mirá, a los que la ven en la foto de Roil y todavía se quedan haciendo “¿qué onda esto?”… se los ve reignorantes de lo que ese hecho significa en sí. Porque hoy podemos saber que existen registros de ballenas varando en las playas a partir del año 3000 a. C., así que no es nada nuevo. Antes que los humanos contamináramos su ambiente, las ballenas varaban por razones naturales: salud, desorientación, ataques de otros bichos marinos. Algunas se pegaban un golpe con un roquerío y perdían su sentido de orientación. Y si un líder del grupo se desorientaba, el resto lo seguía hasta terminar en la playa. Muchas veces llegan ya muertas y la corriente las arrastra hasta la costa. O sea, nada de mística rara ni fenómeno freak: la naturaleza es así de literal.


Este hallazgo de Zimmermann y después mío es la prueba de que la vida te da cosas increíbles de formas inesperadas. Como la ballena en Río Gallegos: te aparece en la cara y no hay forma de ignorarla.


No sé qué pasó después con el animal, algunos dicen que la marea lo llevó de vuelta al mar, otros que quedó un tiempo, como testigo silencioso de la ciudad que no podía dejar de mirarlo. Lo cierto es que, en ese momento, Río Gallegos se frenó, dejó todo de lado y se dejó sorprender.


Hoy, cada vez que miro la historia, siento que esas fotos y esos relatos no son solo de Marcos o de Roil, sino de todos nosotros que sabemos que la Patagonia no se mide solo en viento y frío, sino en momentos que te dejan sin palabras y te hacen mirar más allá de lo cotidiano. La ballena sigue ahí, gigante y tranquila, desafiando el tiempo, como diciendo: “mirame bien, no todos los días me ven por acá”.

Por @_fernandocabrera

 
 
 

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