El protocampo de la cultura santacruceña
- Santa Cruz Nuestro Lugar

- 1 ago
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Había empezado a trabajar con Gabriela Luque en el publisher de un libro mío que hoy no viene al caso. Reuniones, idas y vueltas, correcciones, tachaduras. Lecturas cruzadas, silencios incómodos, anotaciones en los márgenes. Y en medio de ese proceso editorial que tanto tiene de quirúrgico como de visceral, surgió una palabra que se volvió centro de nuestras discusiones: protocampo. Una palabra que Gabi había venido elaborando, y que, al decirla, parecía iluminar no solo una teoría, sino también una incomodidad compartida.

Porque en esta tierra donde el viento grita más fuerte que nosotros, donde las ideas se nos desarman como carpas flojas en medio del temporal, la cultura santacruceña no está muerta, pero sí anda aturdida. Aturdida del viento, sí, pero también del automatismo poético, del cliché paisajeado, del “sur” convertido en postal. Aturdida de una búsqueda de identidad que más que búsqueda, parece una pose.
La Licenciada Gabriela “Gabi” Luque acuñó esta palabra luminosa, precisa y necesaria para nombrar el estado larval, en construcción, en gatera, de nuestra cultura local —y especialmente de sus letras. Proto significa “primero, antes, en germen”, y campo remite al territorio simbólico donde algo puede cultivarse, donde las ideas pueden sembrarse, donde los lenguajes, las estéticas y las identidades empiezan a emerger. El protocampo, entonces, es ese terreno fértil pero aún incierto, donde nada está del todo fijado, donde las formas titilan, donde el canon todavía no llegó con su aplanadora. Y eso —lejos de ser una debilidad— es nuestra mayor potencia.
Pero no lo estamos habitando como deberíamos. En vez de regarlo, muchos de nuestros poetas lo pisan con botas ajenas. Lo riegan con agua embotellada del norte. Se siguen escribiendo versos como si bastara con nombrar al viento y al guanaco para que brote una identidad. Como si repetir “la soledad del sur” fuera un gesto profundo y no una fórmula gastada.
Franz Boas —sí, el alemán que se metió al Ártico a estudiar a los inuit y terminó revolucionando la antropología— nos dejó una advertencia que acá todavía no hemos leído con atención: la cultura no es una simple reacción automática al entorno. No es “hace frío, entonces escribo sobre el frío”. Boas demostró —estudiando culturas en climas extremos— que los factores climáticos no son lo que define el alma de un pueblo. Por ejemplo, mientras los inuit desarrollaron una cultura de cooperación extrema en el hielo, otras comunidades sometidas al mismo frío tomaron caminos sociales totalmente distintos. Es decir: el clima puede ser el telón de fondo, pero no es el guión.
Por eso, acá también, el viento no nos define. El viento sopla, claro, pero no escribe. No cocina sentidos. No elige qué decir. El viento no tiene conflictos, ni historia, ni contradicciones. Solo ruido. Y sin conflicto, no hay literatura. Por eso repetir el viento como símbolo absoluto nos infantiliza. Nos deja sin herramientas para narrar lo que realmente somos: personas viviendo en un lugar, con historias, tensiones, deseos, traumas, y preguntas.
"Protocampo", el concepto luquiano —ampliado descaradamente por quien ahora escribe— no es solo una etapa embrionaria, sino también una forma de resistencia al aprendizaje. ¿A cuántas presentaciones de poemarios hemos asistido sabiendo de antemano que los variados poetas del viento, además de usufructuar el vocablo eólico en una desesperada búsqueda por identidad, no conocían las reglas acentuales españolas de los versos con métrica y rima? Y aun cuando se trataban de haikus —que no riman—, tampoco entendían que los versos no se computan como bloques de Tetris, sino como sonido, y que lo sonoro es, por ende, durativo como un eco. No basta con apilar sílabas. ¿Y qué decir de tantos cultores del “verso libre” que ni puta idea tienen de que, libres o no, los versos deben responder a lo que se llama métrica acentual cuantitativa, o más específicamente, versificación acentual? En este sentido, ni hablarles de los versos yámbicos, trocaicos, anapésticos o dactílicos. Bueno, ese desconocimiento —y peor aún, esa voluntad de desconocer, porque escribir no es fácil— se llama protocampo. Esos dizque "artistas" sin artífices son habitantes plenos del protocampo.
Y lo mismo pasa en la narrativa, que también tiene reglas severas. Porque además de experiencia, se requieren muchas horas culo escribiendo hasta que duela. Y después, seguir trabajando en todas las fases de corrección, una vez terminada la obra. En el cuento, en la novela, también existe la resistencia a aprender y a someter el texto a los ojos críticos de un publisher. Esa reticencia, por la razón que fuere, también es protocampo.
Pero no solo el escritor puede quedarse en el protocampo. También el crítico. Sí, ese que se pronuncia sobre autores sin haber hecho jamás una autopsia textual. Que opina a partir del título o la contratapa. Que reduce su juicio a decir si “trata temas importantes” o si “está bien editado”, confundiendo el contenido con el encuadernado. El protocampo también es eso: un lugar cómodo donde no se exige fundamento, ni lectura, ni precisión quirúrgica. Un campo simbólico donde la opinión se disfraza de criterio, y donde el aplauso o el rechazo son meras reacciones personales sin ningún rigor.
Por eso el protocampo no describe solamente un panorama inicial de la cultura —y en especial de las letras—, sino también una tosudez: la de permanecer aferrados al protocampo como si fuera una zona de confort disfrazada de autenticidad.
El protocampo santacruceño, como lo plantea Gabi Luque, necesita justamente eso: no ser forzado a florecer según las formas del centro, ni ser rellenado con fórmulas prestadas, ni convertido en decorado turístico. Necesita cuidado, tiempo, incomodidad. Necesita que dejemos de repetirnos. Que miremos lo que callamos. Que escuchemos los márgenes.
Porque la poesía local viene hace rato atrapada en un bucle: paisaje sin pueblo, viento sin conflicto, territorio sin política. Y ahí la cultura se vuelve ruido blanco. Estética sin ética. Viento sin raíz. Poema sin gente.
Entonces la pregunta no es si hay o no cultura santacruceña. La hay. Pero está en formación, en disputa, en germen. Está en situación de protocampo. Y para que germine, no podemos seguir usando los mismos fertilizantes de siempre. No podemos escribir sobre lo que creemos que somos, sino sobre lo que realmente nos pasa. Y para eso, primero hay que escuchar.
Franz Boas lo hizo entre el hielo. Gabriela Luque lo propone desde el aula y la lectura crítica. Y este texto nace de ese diálogo. De ese decir compartido. ¿Y nosotros? ¿Vamos a seguir escribiendo desde el viento o nos vamos a animar a sembrar de verdad en este protocampo que todavía está esperando que lo habitemos sin máscaras?
Nos vemos donde el viento no tapa las voces. Donde empieza, por fin, el decir verdadero.
Por @_fernandocabrera




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