El sexo y la diversidad en los pueblos originarios de la Patagonia
- Santa Cruz Nuestro Lugar

- 22 jun
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Vinieron a mí las siguientes líneas porque por estos días, entre el 21 y el 24 de junio, se celebra el solsticio de invierno en todo el hemisferio sur. Para muchxs, es solo el frío y los días más cortos. Pero para los pueblos originarios, es mucho más que eso: es el renacer del Sol, el inicio de un nuevo ciclo, y una oportunidad para reconectar con la Tierra, la comunidad y los ancestros. El Machaq Mara para los aimaras, el Wiñoy Tripantu para los mapuches, el Inti Raymi para los quechuas… todos comparten ese mismo latido: la renovación, el agradecimiento, la espiritualidad.

Y en ese marco, me parece piola preguntarnos si conocemos realmente a nuestros ancestros y si acaso no estamos dejando afuera algo esencial: la diversidad sexual que siempre formó parte de nuestras raíces, pero que muchos aún ignoran o prefieren no ver. Porque sí, muchos celebran estas fechas con bombos y discursos, pero sin conocer de fondo la cosmovisión ancestral que incluía otras formas de amar y de ser. ¿No será hora de revisar qué chucha estamos festejando?
Durante años nos hicieron creer que la diversidad sexual y de género era un invento moderno, un capricho posmo de este siglo veloz. Pero no, che. La historia —o mejor dicho, la memoria— nos muestra otra cosa si sabemos dónde mirar. En la Patagonia profunda, mucho antes de que llegaran los curas, los uniformes y las fronteras, ya había otras formas de entender el deseo, el cuerpo, el placer. Y lo más loco es que eran más libres que nosotros.
Los pueblos originarios del sur —mapuches, tehuelches, selk'nam, yaganes, kawésqar— no se manejaban con la tijera binaria de varón/mujer ni con el mandato único de coger para reproducirse. Existían otras maneras de habitar el género, otras identidades, otras expresiones que rompían con el molde. Y no solo se toleraban: se respetaban, se celebraban, se ritualizaban.
Los mapuches, por ejemplo, reconocían a lxs epupillan, personas que combinaban energías masculinas y femeninas, como si fueran canales entre ambos mundos. No eran “anormales” ni “desviades”, eran necesarios para el equilibrio. Imaginate si esa lógica rigiera hoy: estaríamos hablando de roles espirituales, no de diagnósticos clínicos o prejuicios morales.
La diversidad sexual tampoco era un tabú. Las relaciones entre personas del mismo sexo no eran tema de escándalo. Es más, en varias ceremonias ligadas a la fertilidad o al ciclo de la vida, el erotismo aparecía como parte de la fiesta, del baile, del fuego comunitario. El placer no era pecado, era parte de estar vivxs. No se coqueteaba con culpa ni se escondía el deseo en rincones oscuros.
Y ojo con esto, lector de "Santa Cruz nuestro lugar": la figura de la mujer tampoco era vista como algo que había que custodiar como una reliquia hasta el matrimonio. Acá no se valoraba la virginidad, sino todo lo contrario: se celebraba la experiencia, la conexión con el deseo, el poder de dar y recibir placer. La mujer era fogón, medicina, conocimiento, no propiedad ni estatua de museo. En vez de recato, lo que importaba era la sabiduría del cuerpo y del alma.
Pero claro, llegaron los europeos con su Biblia, su moral y su manía de clasificar todo. En los registros coloniales se nota el asombro —y el juicio— de los misioneros ante estas prácticas. Les costaba entender que hubiera otras formas de ser. Les asustaba lo que no podían controlar. Y así, como siempre, lo tacharon de “salvaje”, “pecaminoso”, “inmoral”. Pero entre líneas, si uno afina el ojo, aparecen pistas de ese mundo más abierto, más humano, más parecido a nosotros de lo que imaginamos.
Hoy, gracias a estudios que se sacuden el polvo colonial, se está recuperando esa memoria sexual originaria. No es solo arqueología cultural: es una forma de sacudirnos las cadenas que aún arrastramos. Es decirle al pibe que se siente distinto que no está solo. Que acá, en estas tierras, su identidad tiene raíces. Que antes de la vergüenza hubo orgullo.
La sexualidad de nuestros ancestros no era silenciada ni domesticada. Era libre, ritual, potente. Un territorio donde lo queer no era raro, sino parte del tejido de la comunidad. Y quizás sea hora de mirarnos más en ese espejo del pasado que en el reflejo distorsionado que nos dejó la conquista.
Porque si algo nos enseñan los pueblos del sur es que otra forma de amar, gozar y vivir ya existió. Solo hay que animarse a recordarla.
Y si alguien quiere ir más allá y no quedarse solo con lo que postula esta columna, hay autores y autoras que la vienen remando hace rato en estos temas. Te podés meter con lo que escribe María Lugones, que con su teoría del sistema moderno/colonial de género rompe todo lo que creías saber sobre género e identidad desde una mirada descolonial. También está el laburo de Rita Segato, que se mete de lleno en cómo el patriarcado fue metido a la fuerza en los pueblos originarios. Y si querés ir al hueso del territorio, no te podés perder los aportes de David Aniñir Guilitraro, poeta mapuche urbano, o los textos de Flor Calfunao, que rescata la mirada mapuche sobre cuerpos y sexualidades sin filtro. Todo eso, y mucho más, te abre una puerta para entender que esta historia no empieza ni termina con Occidente, y que lo ancestral también puede ser profundamente revolucionario.
Por @_fernandocabrera




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