Gorrochategui, el pintor riogalleguense que revolucionó los conventillos porteños
- Santa Cruz Nuestro Lugar
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Corría noviembre de 1917. En Buenos Aires, los diarios se deshacían en elogios por el triunfo del idolatrado Botafogo (el caballo purasangre más famoso de sudamérica) en el Premio Carlos Pellegrini, mientras el frío inusual del día nueve —con una mínima de 2,4 grados— sorprendía a los porteños que se abrigaban como podían en una ciudad todavía con aroma a campo.

La Argentina transitaba una época de cambios intensos. Se firmaban convenios de exportación de trigo, el Congreso aprobaba acuerdos que buscaban posicionar al país como proveedor confiable en un mundo convulsionado, y la economía comenzaba a girar sobre ejes cada vez más industriales y urbanos.
Fue en ese contexto, y en ese mismo año, cuando nacía en Río Gallegos Claudio Gorrochategui, un artista que, décadas más tarde, lograría captar en sus pinceladas no sólo el espíritu de su tiempo, sino la atmósfera íntima de un país que se debatía entre el progreso y la nostalgia.
Autodidacta, humilde, silencioso, Gorrochategui se trasladó a Buenos Aires y encontró en La Boca el territorio ideal para desplegar su mirada sensible. El barrio portuario, con sus conventillos coloridos, su humedad persistente y sus habitantes resilientes, fue mucho más que escenario: fue alma y motor de su obra. Allí compartió callecitas y paredes con otros artistas, como Benito Quinquela Martín, pero también construyó un lenguaje propio.
Hace algunos años atrás, este humilde redactor de "Santa Cruz nuestro lugar", pudo reportear (vía telefónica) a la curadora y especialista en arte, Mercedes Roldán, de la Galería de Arte Mediterráneo, quien me contó al respecto que "este virtuoso riogalleguense a quien conocí personalmente tenía su taller en un conventillo de La Boca. Él amaba los conventillos porque los sentía como la esencia del alma del barrio. Allí se reunían pintores, músicos, escritores… era realmente un centro de cultura.”
Gorrochategui no necesitaba figuras humanas para hablar de la gente. “En sus cuadros están la ropa colgada, las plantitas, las escaleras imposibles de subir… todo eso era vida. Pintaba escenas en apariencia vacías, pero llenas de una presencia invisible”, explicó Roldán. Y señaló una de sus obras clave: La casa del árbol. “Ese árbol envuelve la casa, la protege. Es una obra con algo esotérico, místico… y también algo metafísico, como una metáfora del cuidado, del amor que hay adentro.”
Otro de sus trabajos emblemáticos, El patio del piletón, parece hablar de las mujeres que lavaban la ropa en el piletón, de los chicos corriendo, pero todo en ausencia. “Otra vez, sin gente. El piletón habla, las escaleras imposibles también. Son símbolo de la incomunicación, de esa sensación de que no se puede llegar. Pintaba esas escenas con un solo tono, marrón, pero en tantas gamas que uno al principio no se da cuenta.”
Roldán destacó también las escenas de tango que abordó el pintor. “En El bailongo está plasmada la tristeza y alegría al mismo tiempo. En otras obras, en cambio, está la alegría plena, el placer de los vecinos que bailan por gusto. Todo eso convivía en su pintura. Las múltiples facetas del ser humano.”
Desde 1953, Gorrochategui participó en salones oficiales en Rosario, Santa Fe, Tandil, Mar del Plata y La Plata. Expuso también en Perú, Uruguay, Brasil, Bolivia y Chile, obteniendo numerosos premios. El más importante tal vez no figure en los catálogos: haber capturado el alma de un barrio y de una época.
Murió en 1991, en Avellaneda. No sabemos cuánto influyó en su sensibilidad aquella infancia en el sur, en la Patagonia de chapas y viento. Pero lo cierto es que su obra —esa pintura sin figuras, pero llena de humanidad— sigue hablando con voz baja, pero intensa. Como la suya.
Porque mientras el país firmaba convenios de exportación y crecía a fuerza de trigo y ferrocarriles, Gorrochategui pintaba otra cosa. Pintaba lo invisible: la dignidad callada de los hogares humildes, el misterio de las escaleras imposibles, la ropa tendida como prueba de vida. Y en esa pintura está, aún hoy, el eco de un país que late.
Por @_fernandocabrera