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Henry de La Vaulx, el profanador de tumbas de la Patagonia

  • Foto del escritor: Santa Cruz Nuestro Lugar
    Santa Cruz Nuestro Lugar
  • 7 sept
  • 4 Min. de lectura

A fines del siglo XIX, cuando la Patagonia todavía era un misterio para buena parte del mundo, desembarcó por estas tierras un aristócrata francés hijo de mil con más pinta de saqueador que de explorador. Se llamaba Henry de La Vaulx, nacido en 1870 en Bierville, Alta Normandía. Con menos de treinta años ya andaba rompiendo los quinotos por estos pagos, entre Carmen de Patagones y el estrecho de Magallanes, mezclando supuestas investigaciones científicas con prácticas que hoy nos ponen la piel de gallina.

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El conde no venía solo a cabalgar por la estepa ni a sacarse fotos con los caciques tehuelches. Aunque se dejaba recibir por referentes como Namuncurá, Sayhueque o Sakamata, lo que realmente buscaba eran tumbas frescas. Sí, así como suena: de La Vaulx seguía la pista de entierros recientes para meter la pala y desenterrar a los muertos.


En su diario dejó registradas escenas dignas de película de terror. Como cuando saqueó la tumba del hijo del cacique Lipitchoum: encontró al difunto envuelto en un cuero de caballo, con un collar de perlas, cinturón de plata, aretes, boleadoras en la mano, hasta bridas y estribos de plata maciza a los pies. “Recojo con prisa todos estos objetos”, escribió, el culiau, sin sonrojarse. Y lo peor: no era arqueología, era rapiña. La mayoría de los cuerpos apenas llevaban días o semanas bajo tierra.


Este forro europeoincluso se jactaba: en Chubut, desenterró a un tehuelche que llevaba dos meses muerto, lo “disecó y coció” para llevarse el esqueleto. Dos días y dos noches trabajando como un sepulturero a contramano de la dignidad. Obvio que cuando las comunidades se enteraron, lo corrieron como rata y en 1897 tuvo que rajar de la Patagonia con el botín: 96 cráneos, 10 esqueletos completos y cientos de objetos funerarios. El cargamento terminó en el Musée de l’Homme de París o en manos de coleccionistas privados, mientras los tehuelches quedaban llorando a sus muertos profanados.


Paradójicamente, a partir de 1900 se olvidó de los huesos y se dedicó a los aviones. Rompió récords en la naciente aeronáutica hasta que en 1930 se mató en un accidente en Estados Unidos. En Francia lo despidieron como a un héroe, con discurso solemne incluido. Ironías de la historia: mientras en París lo homenajeaban, en la Patagonia seguían los recuerdos de tumbas saqueadas y familias mutiladas en su duelo.

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El propio prologuista de su libro lo dejó claro: “Profanáis la tierra de los muertos, violáis sus tumbas sin ningún escrúpulo”. Una definición perfecta para el conde vampiro que él mismo terminó siendo. Y la frase lapidaria que escribió lo condena: “Después de todo, qué importa que este tehuelche duerma en un agujero de la Patagonia o en la vitrina de un museo”.


Pero la historia no terminó ahí. Más de un siglo después, los descendientes tehuelches y mapuches, con el apoyo de antropólogos y organismos estatales, iniciaron una larga pelea para que los restos profanados volvieran a su tierra. Y en 2023, esa lucha logró un triunfo histórico: el Parlamento francés autorizó la restitución de los restos del cacique Liempichún Sakamata, robados precisamente por Henry de La Vaulx en 1896. El reclamo había comenzado en 2010 y fue empujado con fuerza por el antropólogo Fernando Miguel Pepe junto a las comunidades descendientes. En 2015, la Cancillería argentina formalizó la solicitud, y tras años de idas y vueltas, finalmente Francia aprobó la Ley N° 1.251, que habilita devolver restos humanos obtenidos de forma “indigna”.


Hoy, los restos de Sakamata esperan el último trámite formal en el Consejo de Estado francés para emprender el regreso. Una vez en la Argentina, serán recibidos en Chubut, en Sarmiento, y honrados de acuerdo a la cosmovisión tehuelche y mapuche. Ese día será de justicia y orgullo para toda la Patagonia, porque marcará la reparación de una herida abierta desde que el conde normando metió mano en las tumbas de nuestros ancestros.


En la actualidad, aunque no se hable mucho, todavía corre por abajo ese mambo esotérico con los restos humanos. No es chamuyo: en los cementerios se sigue choreando huesos, tierra de tumbas y hasta pedazos de lápidas para hacer “trabajos”. Los sepultureros del camposanto de Río Gallegos, por ejemplo, te lo dicen con todas las letras: de vez en cuando aparece alguna sepultura revuelta y falta tierra. Y no fue el viento, fue gente que entra de noche a garabatear con lo macabro.

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En la movida de la magia negra, la tierra de cementerio es como oro en polvo: sirve para amarres, maldiciones o pactos turbios. Si encima viene de un muerto reciente o de alguien que la quedó de forma fulera, mejor todavía, porque supuestamente “tiene más carga”. Y los huesos, ni hablar: al considerarse objetos que marcan el límite entre el aquí y el más allá, se usan para atar a alguien en lo sentimental o clavarlo en lo laboral, como si fueran un candado energético.


Aquí en nuestra ciudad, circula la leyenda de la llamada “mano de gloria”: la mano de un difunto, seca y embalsamada, que según el mito te da poder, invisibilidad o te abre puertas que deberían estar cerradas. Hay quienes le rezan a calaveras o huesos como si fueran santos, pidiéndoles favores del otro lado.


Parece un cuento de terror, pero no: es parte del folclore oscuro que sigue respirando en las sombras. Antes era un conde francés con ínfulas de antropólogo; hoy son brujos de barrio o aprendices de curanderos que creen que la muerte todavía tiene “poder para prestar”.

Por @_fernandocabrera

 
 
 

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