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La edad de oro de la vida nocturna en Río Gallegos

  • Foto del escritor: Santa Cruz Nuestro Lugar
    Santa Cruz Nuestro Lugar
  • 9 ago
  • 4 Min. de lectura

Hay quienes dicen que todo tiempo pasado fue mejor. En Río Gallegos, por lo menos entre el finales de los '60 y 'toda la década del '70, eso fue posta. Las noches galleguenses eran otra cosa. No eran noches, eran una película en blanco y negro, con orquesta en vivo, humo de cigarro y una copa de ginebra en la mano. Y el epicentro de ese torbellino era uno solo: el cabaret Tutú, el templo profano donde la farra, el glamour y el arte se daban la mano con la bohemia más pintoresca del sur.

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Ubicado ahí nomás, en la calle Belgrano, al ladito del Americano —otro bastión de la noche—, el Tutú era el cabaret más popular de su época. Funcionaba en el mismo edificio donde años más tarde estaría Canal 2. El dueño del boliche, el gran Pocho Manrique, era una especie de dios de los anfitriones: capaz de subirse al escenario y, como fuere, bancar la parada cada vez que un artista se bajaba. El tipo era un todo terreno con alma de anfitrión y temple de acero.


Del 73 al 75 fue la cúspide de esa fiesta interminable. Gallegos nadaba en guita —no como ahora que todo se licúa— y la noche brillaba con luces de neón. El Tutú recibía figuras de primer nivel: Rodolfo Lezica, Dorita Burgos (la de Los Campanelli), María Garay, Floreal Ruiz, Silvia del Río, Echagüe, Valdez, hasta el hermano de Estela Raval se paraba con el fueye entre las manos. Una noche que actuó Lezica con Dorita quedó tanta gente afuera que parecía cancha de Boca en domingo clásico.


Y si no había famosos, igual había magia. Las orquestas en vivo, los músicos inspirados como Rafael Salgán en el piano, Ravallo en bandoneón y Cacho Cortéz, te hacían volar la peluca. Hasta se daban el lujo de meter temas de Barrabás en medio de la madrugada.


Ahí es donde aparece José Luis Luna, el legendario mozo del Tutú entre el ‘73 y el ‘77, con la memoria intacta y los ojos brillosos cuando recuerda:

"Mirá… fueron casi cuatro años de noches inolvidables. Yo atendía junto a Nicanor ‘Canó’ Hernández y Dante Manrique, el sobrino de Pocho. El lugar era un lujo: todos los días un show distinto, los músicos inspirados y la gente elegante. Cuando el humo flotaba bajito y el piano arrancaba suave, vos sabías que la noche recién empezaba. Y las chicas… excelentes compañeras, mujeres de verdad, con códigos. Los clientes se quedaban hasta el amanecer, pedían champagne o whisky, y siempre había un plato de fiambres o un tostado listo. Para mí, esa fue la mejor etapa de mi vida. Y te juro… el Tutú tenía algo que ningún otro boliche tuvo nunca.”


En esa época la noche de Gallegos era un jardín de boliches: El Americano, El Shaila, Tropicana, Amankay, Yaquinoto, el boliche con túnel en la Sociedad Rural que trajo artistas porteños, el bar de los muchachos del vasco Zárate y el de Alberdi y Rawson que arrancó como panadería y terminó como antro chic con show incluido.


Si te pintaba el bajón, siempre había un plan B: te ibas a la confitería Tropicana —al lado de Bertacca— donde el mítico Cacho Berón y su viejo, el Beto Berón, te preparaban el tostado más glorioso del país: pan de viena con jamón crudo y queso caliente, al lado de la Bossio.


Y cómo olvidar aquella noche inmortal (foto de esta columna), capturada por la Revista Gente el 25 de septiembre del ‘75: poca luz, mucho humo, una cantante francesa con pinta de espía, el bandoneón llorando en manos del hermano de Estela Raval, y la pista del Tutú latiendo como un corazón con taquicardia. Pura postal de época.


Mirta Susana Hernández guarda un recuerdo nítido de aquella mujer misteriosa:

"Por supuesto que me acuerdo de esa cantante francesa. Una mujer muy educada, elegante, que vino en plena época de la dictadura. La fuimos a buscar al aeropuerto con Pocho y casi la detienen, porque tenía una documentación medio francesa, medio argentina… y en esos días cualquiera era sospechoso. Pocho habló con gente conocida y logró que se quedara un buen tiempo en Gallegos. Cantaba como los dioses. Y en esos días también pasaron por el Tutú Marité —una cantante de boleros a lo Olga Guillot—, Bienvenido Cárdenas y Ciro San Román. Era un desfile de artistas de primer nivel.”


Había ocho cabarets, cuatro con show, cinco boliches bailables, y bailes en el Hispano, el Boca, la Peña La Patricia, la Rural... y las casitas. Sí, las casitas de luces tenues que hacían que Río Gallegos pareciera la calle Lavalle en su mejor época. Nadie dormía. Todos vivían.


Después todo se fue apagando. Se fueron los músicos, los cantantes, las luces. Se encendieron los televisores y murió la bohemia. Pero cada tanto, en una mesa de El Botín de Oro, algún viejo levanta una copa, cierra los ojos y murmura: “el Tutú... eso sí era noche.”


Y sí. Qué noche, Gallegos. Qué noche carajo.

Por @_fernandocabrera

 
 
 

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