top of page

La pena de muerte en Argentina: una medida más peligrosa que el crimen

Foto del escritor: Santa Cruz Nuestro LugarSanta Cruz Nuestro Lugar

La reciente propuesta del gobierno de Javier Milei para reinstaurar la pena de muerte en Argentina ha reavivado un debate que trasciende lo jurídico, adentrándose en profundas consideraciones éticas, morales y filosóficas.

Es imperativo analizar esta medida no solo desde su eficacia y justicia, sino también a la luz de los errores históricos cometidos en países como Estados Unidos y las implicancias que tendría su implementación en nuestra sociedad. Las experiencias internacionales han demostrado que esta práctica no solo es inefectiva, sino que también carga con un alto costo humano y moral.


Un claro ejemplo de sus fallas es Estados Unidos, donde la pena capital ha resultado en condenas erróneas, discriminación y altos costos judiciales sin lograr una disminución significativa del crimen. Desde 1973, 142 condenados a muerte en 26 estados fueron exonerados tras probarse su inocencia. Un estudio publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences reveló que al menos un 4,1% de los condenados a muerte habría sido absuelto si hubieran tenido más tiempo para probar su caso. Estos datos evidencian que el sistema judicial es falible y que la aplicación de la pena máxima puede llevar a la ejecución de inocentes, un error que no admite rectificación. Frente a esta realidad, cabe preguntarse si Argentina está dispuesta a asumir un riesgo tan alto en nombre de una justicia que, en los hechos, se ha demostrado defectuosa.


Más allá de su ineficacia práctica, la pena de muerte plantea dilemas éticos profundos. ¿Es legítimo que el Estado tome la vida de un individuo, incluso si ha cometido crímenes atroces? Algunos argumentan que ciertos delitos merecen la máxima pena como forma de justicia retributiva. Sin embargo, esta postura enfrenta una contradicción fundamental: castigar el homicidio con más homicidio solo perpetúa un ciclo de violencia institucionalizada. Además, la posibilidad de errores judiciales no solo es ineludible, sino que amplifica el dilema moral, ya que implica la ejecución de inocentes bajo el amparo de la ley.


La implementación de esta medida en Argentina nos obliga a reflexionar sobre el modelo de sociedad que queremos construir. ¿Apostamos por la venganza o por la rehabilitación? La historia nos muestra que la pena capital no ha servido como disuasivo del crimen y que su aplicación ha estado plagada de injusticias y sesgos discriminatorios. En un sistema judicial imperfecto, la posibilidad de condenar a inocentes es una realidad que ningún país civilizado debería tolerar, y las consecuencias de estos errores son irreversibles.


No solo se trata de una cuestión de eficacia, sino de principios fundamentales. Reinstaurar la pena de muerte en Argentina ignoraría las lecciones aprendidas de otras naciones y atentaría contra valores esenciales de una sociedad democrática. Es crucial que optemos por soluciones que promuevan la justicia sin sacrificar la humanidad. Una nación no se fortalece con medidas extremas, sino con instituciones que garanticen la equidad y la protección de todos sus ciudadanos.


Detrás de la pena capital subyace una ideología autoritaria y punitivista que concibe el castigo extremo como un mecanismo de control social. Esta visión parte de una concepción del Estado como ente supremo de justicia, con el poder de decidir sobre la vida y la muerte de sus ciudadanos. En general, la pena de muerte se asocia con corrientes conservadoras que buscan respuestas tajantes al crimen, muchas veces apelando a discursos de "ley y orden" que ignoran las raíces estructurales de la violencia. También encaja con visiones utilitaristas que justifican la eliminación de criminales en nombre de un supuesto bienestar colectivo, obviando los riesgos de errores judiciales y las implicancias éticas de otorgarle al Estado la potestad de ejecutar.


Sepa el querido lector de "Santa Cruz nuestro lugar" que el fracaso de la pena de muerte no es un fenómeno aislado de Estados Unidos. Japón, a pesar de su sistema judicial avanzado, ha sido objeto de duras críticas por la crueldad de sus métodos. Los condenados viven en condiciones extremas de aislamiento, sin conocer la fecha exacta de su ejecución hasta el momento en que se les avisa, lo que ha sido calificado de tortura psicológica. Ni hablar de casos como el de Iwao Hakamada, quien pasó 48 años en el corredor de la muerte antes de ser exonerado en 2014, lo cual evidencia que ni siquiera un sistema altamente estructurado está libre de errores irreparables.


China, con su enorme desarrollo económico y tecnológico, sigue siendo el país que más ejecuciones realiza en el mundo, aunque sus cifras exactas se mantienen en secreto. Se ha documentado el uso de la pena capital para silenciar disidentes políticos y reprimir minorías, como los uigures. A esto se suman numerosos casos de confesiones obtenidas bajo tortura que han llevado a la ejecución de personas que luego fueron reconocidas como inocentes. En vez de ser una herramienta de justicia, en China la pena de muerte se ha convertido en un instrumento de control estatal que viola derechos humanos fundamentales.


Irán y Arabia Saudita, aunque con economías modernas y presencia en el escenario global, también han fracasado con esta medida. En estos países, la pena capital no solo se aplica a delitos graves, sino también a crímenes considerados menores o basados en normas religiosas, como la homosexualidad, el adulterio o la apostasía. Las ejecuciones públicas, muchas veces por ahorcamiento o decapitación, reflejan un sistema que utiliza la pena capital como medio de intimidación y represión. A pesar de las promesas de modernización en Arabia Saudita, el número de ejecuciones ha aumentado en los últimos años, demostrando que la pena de muerte sigue siendo una herramienta de violencia institucional más que un mecanismo de justicia eficaz.


Frente a estos antecedentes, Argentina debe cuestionarse si realmente desea transitar un camino que ha demostrado ser ineficaz, injusto y peligroso. En lugar de soluciones drásticas que solo agravan los problemas estructurales, la verdadera apuesta debe estar en fortalecer las instituciones, garantizar procesos judiciales justos y priorizar políticas que aborden las causas profundas del delito. La justicia no se mide por la severidad de sus castigos, sino por su capacidad de proteger sin sacrificar los valores fundamentales de una sociedad democrática.

Por @_fernandocabrera

 
 

Comments


bottom of page