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Las casitas de tolerancia: el polémico capítulo de la historia de la prostitución en Río Gallegos

  • Foto del escritor: Santa Cruz Nuestro Lugar
    Santa Cruz Nuestro Lugar
  • 31 ago
  • 6 Min. de lectura

El trabajo sexual en Río Gallegos nunca fue solo una cuestión de camas y billetes: siempre estuvo atravesado por la forma en que la sociedad eligió mirarlo. A lo largo de las décadas, la ciudad fue cambiando sus reglas, pero no tanto sus prejuicios. Primero vinieron las casitas en el Belgrano, después el gran traslado a Yugoslavia y, más tarde, los departamentos privados que se esconden detrás de persianas bajas y números de teléfono pasados de boca en boca. En cada etapa, lo que estaba en juego no era solo el negocio, sino el sentido mismo de lo que allí sucedía.

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Durante años, distintos discursos —los religiosos, los médicos, los legales y más tarde el de las campañas contra la trata— intentaron imponer una única lectura: ver a las mujeres como víctimas o como amenaza. Sin embargo, las propias protagonistas sostuvieron otra narrativa: que lo que hacían era un laburo, con sus códigos y sus límites, bien diferenciado de la intimidad personal. Esa tensión entre lo que la sociedad quiere imponer y lo que ellas mismas nombran es, quizás, la clave de toda esta historia.


Río Gallegos fue, y sigue siendo, un escenario donde conviven la clandestinidad y la tolerancia, el silencio y la resistencia. Mientras las leyes clausuraban prostíbulos y prohibían avisos, las mujeres inventaban otras formas de seguir: redes informales, lugares privados, pequeñas tácticas para que la rueda no se detuviera. Esa dialéctica entre control y rebusque, entre estigma y supervivencia, moldeó una práctica que, guste o no, forma parte de la identidad de la ciudad tanto como sus inviernos largos o su puerto ventoso.

En esta ciudad que tanto amamos, la prostitución nunca fue un secreto, aunque muchos se hagan los distraídos. Las famosas Casitas de Tolerancia arrancaron en el Barrio Belgrano. Ahí, guste o no, le dieron movimiento al barrio: trajeron clientela, levantaron el comercio, generaron un circuito que dejó su marca en la zona. Con el tiempo, esas casitas se trasladaron a la calle Yugoslavia, donde florecieron los cabarets y whiskerías que, durante décadas, formaron parte del paisaje nocturno de la ciudad.


Pero el tablero cambió con las reformas legales contra la trata: primero en 2008 y después en 2012, sumadas a decretos que prohibieron la publicidad de servicios sexuales. Lo que antes se anunciaba sin vueltas en clasificados y carteles, de repente se volvió clandestino. Los prostíbulos bajaron la persiana y el negocio mutó a departamentos privados, agendas secretas y teléfonos pasados de boca en boca.


En ese escenario, las trabajadoras sexuales de Gallegos tienen su propia lectura: lo que hacen es un laburo. Sin adornos ni romanticismo, con reglas claras. El cliente paga por un servicio, la intimidad se guarda para la vida privada. Esa narrativa choca de frente con el discurso abolicionista que insiste en verlas como víctimas pasivas. Ellas, en cambio, defienden la idea de que tienen agencia y capacidad de decisión, aunque muchas veces lo hagan en condiciones precarias y con todo el peso del estigma encima.


Porque ahí está la otra cara: el juicio social. No es tanto la policía lo que más miedo mete, sino la mirada de los vecinos, la familia, los hijos. Ese señalamiento simbólico genera silencios, empuja a esconderse y dificulta cualquier organización colectiva. La violencia no siempre es física: se cuela en los gestos, en las palabras, en la vergüenza que se les quiere imponer.


El derrotero de Las Casitas

A ver, recordemos un poco. A fines de los ochenta, el Concejo Deliberante de Río Gallegos habilitó por 15 años la cesión de terrenos fiscales a empresarios de la noche para levantar “locales nocturnos”. El 6 de diciembre de 1989, se inauguró oficialmente la zona roja más famosa de la Patagonia: Las Casitas.


Desde entonces, el lugar quedó en el centro de la polémica. El diputado provincial Rubén Contreras, sin ir más lejos, años después desataría una polémica con una frase poco feliz que sonó a otro siglo: dijo que había que pensar en los obreros de las represas, “sobre todo los solteros”, y que por eso hacían falta más prostíbulos. “En esos lugares necesitan distracción”, tiró sin ponerse colorado.


Los cuestionamientos fueron inmediatos. Vecinos, ONG y dirigentes opositores exigieron durante años el cierre de Las Casitas, denunciando que era un foco de trata y narcomenudeo. Pese a eso, los intendentes de turno y la mayoría oficialista en el Concejo mantuvieron el predio en pie.

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Cuando en 2004 venció el contrato de comodato, arrancó una larga batalla judicial. En 2009, tras una denuncia de la Fundación La Alameda, la jueza federal Ana Álvarez ordenó clausurar el lugar por “actividades ilícitas”. La decisión desató una protesta de unas  trescientas trabajadoras sexuales que salieron a defender su fuente de ingresos. Para Gustavo Vera, referente de La Alameda, Las Casitas era “el sitio más oscuro de trata y tráfico en todo el país”.


El cierre, sin embargo, duró poco. En 2011, la Cámara Federal de Comodoro Rivadavia habilitó la reapertura, y al año siguiente la Casación Penal convalidó esa decisión. Ni las apelaciones ante la Procuración ni las presentaciones en la Corte lograron frenarlo: Las Casitas siguieron funcionando.


La historia también se cruza con uno de los casos más dolorosos de la Argentina: la desaparición de Marita Verón. Su madre, Susana Trimarco, llegó hasta Río Gallegos siguiendo pistas que señalaban a la ciudad como parte de una red de trata. En pleno juicio, una testigo señaló a Las Casitas como destino de mujeres explotadas en prostitución forzada. Por eso, cuando Contreras insistió en habilitar más prostíbulos, Trimarco salió al cruce: recordó que detrás de la prostitución se esconden delitos gravísimos como la trata, el narcotráfico y hasta el abuso de menores.


La polémica terminó en los tribunales: la diputada Fernanda Gil Lozano y Gustavo Vera denunciaron penalmente a Contreras, mientras que Mariana Zuvic, desde el ARI, presentó otra denuncia en la justicia provincial y pidió directamente su destitución.

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Entre la historia y la hipocresía

La sola existencia de Las Casitas refleja una contradicción que persiste hasta hoy. Río Gallegos supo hacer de su zona roja un motor económico, primero en el Belgrano, después en la calle Yugoslavia en 1989. Pero al mismo tiempo, la sociedad se empeña en negar lo que siempre estuvo a la vista: el trabajo sexual como parte de la vida urbana.


Entre el discurso moralista y la práctica tolerada, entre el silencio y la protesta, la ciudad sigue atrapada en esa tensión. Y las trabajadoras sexuales, en el medio, buscan dignidad, respeto y la posibilidad de decidir sobre sus cuerpos sin que la hipocresía social y la indiferencia estatal las condenen a la clandestinidad eterna.


Ahora bien, sepa el lector de "Santa Cruz nuestro lugar" que este humilde redactor nunca orinó agua bendita y que es alguien a quien  la curiosidad llevó una noche hasta la calle Yugoslavia, buscando una escapatoria de la rutina, un poco de evasión entre luces rojas y risas apagadas. Recorriendo locales, terminé en El Aquelarre, donde todo parecía un juego de sombras y secretos.


Y ahí estaba Mónica. O al menos así la llamaba yo, porque nunca supe su verdadero nombre. Su mirada tenía algo que hacía que el tiempo se detuviera, que todo el ruido del lugar se volviera música de fondo. Esa noche me perdí, me dejé atrapar, y sin darme cuenta, me enamoré de alguien que existía solo entre la penumbra y mi imaginación.


Nunca volví a preguntarle por su identidad. Y tal vez está bien así: algunas historias, pensé, son más bellas mientras se mantienen en misterio. En El Aquelarre, entre humo y risas prestadas, aprendí que a veces el amor no necesita nombre, solo el instante exacto para suceder


En perspectiva, lo que sentí por Mónica —más allá de cualquier punto de vista sociológico o moral— nunca fue amor. Al menos no de ese que se sostiene con la verdad, la confianza o la vida cotidiana. Era otra cosa: fascinación, espejismo, un deseo maquillado de romance en un infierno donde yo también era cómplice con el simple hecho de entrar, de pagar, de quedarme.


Y si algo terminó de convencerme de dejar de ir, fue el otro fenómeno que empezó a crecer en la calle Yugoslavia en sus últimos años: las Casitas ya no eran visitadas solo por tipos curtidos o clientes de siempre. Cada vez más grupos de pibes y pibas adolescentes empezaban a usarlas como previa o como después del boliche, metiéndose de lleno en un mundo que ni entendían. La frontera entre diversión y peligro se desdibujaba y, en medio de esa mezcla, el barrio empezó a teñirse de sangre. Muertes misteriosas, puñaladas, disparos que corrían de boca en boca como un rumor inevitable.


Ese fue el final del embrujo. La calle Yugoslavia, que alguna vez se vendió como zona de placer, terminó convertida en escenario de miedo. Y yo entendí, demasiado tarde, que esa pasión inventada por Mónica no era más que un reflejo distorsionado en un espejo sucio.


De Belgrano a Yugoslavia, de El Aquelarre a los privados desperdigados por la ciudad: la historia del trabajo sexual en Río Gallegos no necesita adornos. Se cuenta sola, con sus luces bajas y sus sombras densas. Y a veces, como me pasó a mí, te deja la certeza amarga de que hasta los misterios más tentadores pueden volverse pesadilla.

Por @fernandocabrera

 
 
 

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