Las Heras, esa profunda herida abierta en Santa Cruz
- Santa Cruz Nuestro Lugar

- 27 may
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Esta crónica nació en 2004 cuando me desempeñaba como parte del equipo de prensa institucional del Gobierno de Santa Cruz. Nos tocaba recorrer el interior con una agenda armada por las autoridades de turno.

Todo parecía una gira más en Zona Norte, de esas que se hacen para cubrir actos, sacar unas fotos, levantar testimonios y volver. Pero aquella vez, el viaje nos llevó a Las Heras… y algo cambió. Lo que iba a ser un par de notas para nuestro portal oficial terminó siendo una zambullida inesperada en una realidad cruda y punzante. Nos quedamos dos días en el pueblo, y en los tiempos muertos —cuando no había actos ni discursos— salí a caminar solo, a recorrer calles, meterme en almacenes, hablar con quien se cruzara. Así fue como armé estos apuntes que, hasta hoy, permanecían en una libretita vieja.
Las Heras es una mancha desparramada en plena meseta patagónica. A la noche, las luces se ven como luciérnagas tristes. Aunque el invierno ya había pasado, las calles seguían vacías, cerradas como si el pueblo respirara hacia adentro. Nadie andaba por ahí. Conseguir puchos era una odisea; solo dos kioscos seguían abiertos.
—¿Querés saber dónde están los pibes? —me dijo un tipo con voz ronca de vino—. En los cabarulos.
Era cierto. Los cabarets eran fáciles de ubicar: una luz roja en la entrada era suficiente señal. Unos cuantos estaban registrados, pero todos sabían que había otros disfrazados de pubs o salones de pool. Ahí laburaban muchas minas venidas del norte y del mismo pueblo, atendiendo a los tipos que caían del petróleo, ese monstruo que les dio vida y después los empezó a tragar.
Para que el lector de "Santa Cruz nuestro lugar" dimensione mejor, el pueblo nació a principios del siglo XX, cuando la Primera Guerra Mundial empujó la búsqueda de petróleo en el sur del mundo. En los 60, YPF instaló su base en Los Perales y eso hizo crecer a Las Heras. Pero todo cambió en los 90, con la privatización. Repsol se quedó con el control, echó gente y trajo trabajadores de Comodoro. Desde entonces, hay más hombres que mujeres: unos 1.500 de diferencia. Un viejo censo municipal estimó que 1.200 personas son pobladores transitorios, casi todos ligados al petróleo. Pero uno de cada cuatro habitantes del pueblo está sin trabajo.
Durante ese viaje, entre mate y silencios, empezó a aparecer un tema repetido: “el graffiti”. Nadie decía exactamente dónde estaba, pero todos hablaban de él. De fondo, flotaban historias sueltas, tristes, cargadas con la misma imagen: una horca. En apenas un año y medio, se suicidaron 22 personas. Tenían entre 14 y 32 años. Primero se pensó que eran casos aislados, decisiones personales. Pero cuando los nombres se fueron acumulando, quedó claro que era otra cosa. Una especie de peste invisible.
El graffiti apareció recién al entrar al pueblo. Pintado en rojo, intacto, sobre el frente de una casa cualquiera: “Las Heras, pueblo fantasma”. Un mazazo al pecho. Era una declaración. Una advertencia.
Claudio fue uno de los pibes que decidió irse. Se colgó en el galpón de su chacra. Su vieja pelaba papas cuando él le preguntó por el fin del mundo. “El fin del mundo llega cuando palmás”, le respondió. Días después, cumplió la frase. Claudio conocía a todos los que se habían suicidado antes que él. Uno de sus amigos, Choppe, vivía al lado. Se pegó un tiro con el arma del padre, que era policía. Habían viajado juntos a la cordillera no mucho antes. Su hermana Elsa todavía guarda una foto de ese viaje.
—La culpa es nuestra —me dijo una vecina—. Yo era portera y no les dábamos bola. Los pibes se quieren escapar de la vida de mierda que les toca aquí.
Algunos nombres se recuerdan como si fueran familia. Cristina Moreira tenía 20 años y un hijo. Se colgó de la cucheta. El hijo de Carmen Carrizo se mató en un poste de luz. El “chico Vázquez”, que era portero en un cabaret, apareció ahorcado en la escalera de su casa. En el 95 % de los casos, usaron la horca. Una especialista me explicó que si el primero se hubiera disparado, los demás tal vez habrían seguido ese patrón. Pero Cristina usó un cinturón, y eso marcó el camino. Ella fue la primera. Era madre soltera, como casi la mitad de las chicas jóvenes del pueblo. Algunas, incluso menores de 17.
Y acá viene el dato curioso. Por aquellos años, llegó al pueblo una escritora, Leila Guerriero, que con sus ínfulas de cazadora de historias y su prosa impecable —no se lo vamos a negar— escribió un libro tremendo: Los suicidas del fin del mundo. Allí registró 12 casos. Pero yo, caminando esas mismas calles, charlando con vecinos, madres, hermanas, contando uno por uno, llegué a 22. A veces el periodismo también es cuestión de oídos y de tiempo. Y yo tuve ambos.
Nadie se fue del pueblo. Algunas madres se organizaron en un grupo llamado Familias en duelo. La municipalidad abrió una línea de emergencia que, me dijeron, sigue funcionando. Días antes de mi llegada había llamado Valeria, la hermana de Claudio. Estaba internada en Comodoro. Otro intento más.
—No me di cuenta que tenía un cuadro depresivo —me dijo una vecina de ella.
—¿Y cómo sabés que era eso?
—Porque ya se quiso matar dos veces.
En Las Heras no hay registro formal de los suicidios. No hay estadísticas. Lo que hay son relatos, recuerdos, susurros. Y un pueblo que carga con esa mochila. Hay una sola escuela secundaria, y para seguir estudiando hay que irse. Pero solo 10 de cada 80 pibes lo hacen. La mayoría se queda. La falta de guita, de laburo y de contención los retiene. El 52 % de los padres está desocupado o en changas.
Rocío y Melina, dos pibas de la escuela 64, me hablaron en un recreo mientras con la comitiva aguardábamos para oficiar un acto allí mismo:
—Acá no hay nada. —Ni cine. —Hay matinée, pero si no te gusta bailar… —La plaza es un embole. —Tiene un regador, nada más.
—¿Qué quieren ser cuando sean grandes? —les pregunté.
—Bailarina… si se puede —me contestó solo una de ellas.
Martín Leguizamón, un arquitecto del pueblo, me lo resumió todo con una frase demoledora: —La mayoría de mis amigos, con treinta y pico, ya son abuelos.
Las Heras tiene tantas iglesias como escuelas. Una católica y el resto evangélicas. Cuarenta y cinco pastores, para ser exactos. Pero no hay comisario. El que iba a asumir renunció antes de llegar. Demasiados quilombos para un solo tipo.
Y aunque ya pasaron años desde aquel viaje, el eco de esas voces sigue sonando. Porque hay dolores que no caducan. Hay pueblos que sobreviven a pesar de todo.
Por @_fernandocabrera




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