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Lorena Sanguinetti: el arte de escuchar con la mirada

  • Foto del escritor: Santa Cruz Nuestro Lugar
    Santa Cruz Nuestro Lugar
  • 17 jul
  • 3 Min. de lectura

Hay gente que va a los recitales a manotear una birra, gritarle al sonidista o grabar stories desenfocadas. Y después está Lorena Sanguinetti. Que no va a ver la banda, va a ver todo. A documentar sin interferir. A atrapar lo que los demás ni se enteran que pasó.

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Yo la he cruzado en más de un recital. Ahí, entre cables, retornos y pogos incipientes. Siempre de incógnito, enfocando desde abajo, buscando ese ángulo que nadie más vio. Con la cámara bien apretada al cuerpo y esa concentración que solo tienen los sinestésicos, los que entienden que la música no solo se escucha: se observa.


Y hay algo más. Cada vez que la veo aparecer —como una cazadora silente y agazapada en la oscuridad de las trastiendas— me roba la atención. Dejo de mirar el escenario. Dejo de ser cronista, de ser público, de ser testigo. Me quedo observando cómo se desliza entre los seres vivos como un espectro, como un animal que ha elegido ser noche para alimentarse de luz, de planos cálidos y fríos, de simetrías intuitivas, de secuencias de Fibonacci que solo su lente reconoce.


Y mientras la miro mirar, me pregunto si acaso sabrá que está bien bautizada. Porque "Lorena" no es cualquier nombre. Viene de Lotharingia, el territorio de Lotario I, aquel emperador carolingio del siglo IX que no solo gobernaba: sabía ver. No con la cámara, claro, pero sí con esa visión medieval que mezclaba lo espiritual, lo político y lo simbólico. Para ellos, ver era entender el orden oculto del mundo, era interpretar señales, leer el caos con ojos de mapa y de apocalipsis. Era mirar con propósito.

Lorena —Sanguinetti— también ve así. No gobierna imperios, pero sí ordena el caos de la escena. Elige dónde cortar el tiempo con su obturador. Qué gesto dejar vivo. Qué sombra respetar. Qué luz dejar estallar. Ella también es heredera de esa visión: no la del emperador con cetro y cruz, sino la de una mujer con cámara y oído fino, capaz de intuir en un fogonazo lo que otros necesitarían tres vidas de gatillo loco para registrar.


Porque Lorena no solo saca fotos. Lorena sabe ver. Ve el temblor de una cuerda cuando arranca un solo. Ve el sudor que corre antes de una zapada. Ve al saxofonista cerrar los ojos y desaparecer en su mundo. Y dispara justo ahí. En ese segundo en que la música deja de ser ruido para ser emoción pura.


Sus fotos tienen grano, alma, luces duras, sombras intencionadas. No están pensadas para Instagram: están pensadas para perdurar. Como aquellas que sacaba Linda McCartney en los setenta. Porque sí, la comparación no es exagerada. Linda capturó a Hendrix, a Joplin, a su Paul. Y Lorena, salvando las distancias temporoespaciales, hace lo mismo en Río Gallegos: inmortaliza ese instante donde el rock se vuelve gesto, trance, comunidad.


De ella he visto tomas de tipos de espaldas, con el público de frente en donde la individualidad no es idolatrada, sino parte de un ritual colectivo. He visto saxofonistas cerrando los ojos como dispuestos a morir.


Lorena no va por la épica ni por el aplauso. Va para mirar sin ser descubierta. Y eso, en tiempos de filtros y poses, es más rockero que cualquier solo de guitarra.


Desde el sur más austral, entre parlantes saturados y luces que titilan, hay una mina que dispara, no para matar; sino para perpetuar. Y hacer que nuestro rock riogalleguense -dicho a la manera de Dylan Thomas- "no entre en silencio a la noche eterna".

Por @_fernandocabrera

 
 
 

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