top of page

Los Antiguos y un crimen brutal oculto debajo de tanta belleza paisajística

  • Foto del escritor: Santa Cruz Nuestro Lugar
    Santa Cruz Nuestro Lugar
  • hace 2 días
  • 6 Min. de lectura

Los Antiguos es una postal careta. De esas que parecen re tranquilas, onda fondo de pantalla: el lago Buenos Aires liso como espejo, la cordillera de fondo, las cerezas explotadas de color, todo muy “qué lindo lugar para vivir”. Pero ojo, porque hay aguas que están planchadas y abajo te esperan como un remanso traicionero: no hacen olas, no avisan, pero si te agarran, fuiste. Así funciona el silencio en este pueblo. Así se viene bancando, hace más de veinte años, un crimen que da ganas de gritarlo a los cuatro vientos.

ree

Porque desde el verano del 99, en Los Antiguos flota una verdad espesa que nadie quiere agitar:

a Nicolás Lorenzo Sosa no se le fue la vida, se la arrebataron.

Tenía 18 recién cumplidos. Un pibe. Y lo hicieron mierda.


La noche del 6 de enero arrancó como arrancan tantas cagadas: cumpleaños, alcohol, risas, machirulismo berreta y tipos grandes fogoneando desde atrás. La consigna era esa frase podrida que todavía circula: “hay que hacerlo macho”. Spoiler: no lo estaban haciendo macho, lo estaban llevando directo al infierno.


Primero lo agarraron de punto. Lo mantearon como a un muñeco, lo revolearon de acá para allá, cagándose de risa. Después vino la humillación full HD: harina encima, lo desnudan, lo pasean por el pueblo, como si fuera un objeto, un trofeo. Nicolás ya no estaba jodiendo. Ya estaba asustado. Pero nadie cortó nada. Al contrario, se cebaron más.


Ahí cruzaron otra raya heavy: le ataron una tanza a su pene y lo obligaron a caminar mientras tironeaban. Cada paso era dolor puro. Nicolás lloraba, pedía que aflojaran, que pararan un poco. Nada. Cero empatía. Cero freno.


Después lo ataron con alambres a un árbol, solo, en la noche patagónica, con un frío que te parte al medio. Desnudo, atado, regalado. Ya no había ritual ni festejo: era castigo, era sadismo.


Pero todavía faltaba lo peor.


Se lo llevaron a una casa vacía, en las afueras, como quien esconde la mugre bajo la alfombra. Ahí lo embadurnaron con esmalte sintético, de esos que te queman la piel, que no están hechos para tocar un cuerpo humano. Nicolás gritaba que le ardía, que no daba más, que lo soltaran de una vez. Tenía las manos atadas. Nadie escuchó. O mejor dicho: escucharon y siguieron.


Y entonces alguien se mandó la definitiva:

fue hasta la YPF y volvió con un bidón de nafta.

No agua. No jabón. Nafta. Para “limpiarlo”.


Lo metieron en el baño y empezaron a tirarle combustible encima, riéndose, boludeando, creyéndose impunes. En medio de esa locura, uno prendió un cigarrillo. Y ahí se terminó todo.


Nicolás se prendió fuego. Literal. Su cuerpo, el baño, la casa. Todo ardió. Sin embargo, el pibe salió como pudo, envuelto en llamas, se tiró al piso, se revolcó entre piedras para apagarse, gritó pidiendo ayuda. Nadie fue a darle una mano. Los otros estaban más preocupados por apagar la casa que por salvarle la vida.


Solo uno, un pibe de su edad, cayó de golpe a la realidad. Horrorizado, lo ayudó y lo llevó al hospital del pueblo. A la madre la llamaron de madrugada. De ahí fue todo cuesta abajo: Pico Truncado, Comodoro Rivadavia, Buenos Aires. Días de agonía. Dolor. Quemaduras. Murió el 13 de enero de 1999.


Y ahí arrancó la otra parte del horror, la que no deja marcas en la piel pero te pudre todo:

la casa arreglada al toque, las pruebas borradas, los testimonios que “no sirven”, el relato del único pibe que ayudó desechado por “demasiado emotivo”, la palabra de la madre anulada “por el vínculo”. Y el expediente durmiendo la siesta eterna con la frase mágica: falta de méritos.


En Los Antiguos, aún hoy, todos saben quiénes fueron. Todos. Algunos laburan en la muni. Otros militan. Otros tienen contactos. Entonces el miedo se vuelve regla. El silencio, costumbre. Y la postal linda, la excusa perfecta para no mover nada.


La escena es una trompada: tiempo después, el hermano menor de Nicolás, escolta de bandera, escuchando hablar de “valores” a uno de los tipos que lo mataron. Y una marcha del silencio con treinta personas. Treinta. Porque el miedo también se contagia.


Ni el ruido grande de una firma pesada alcanzó para romper este cerco. El caso quedó hundido bajo el paisaje, como si la belleza fuera una mordaza. Como ese remanso traicionero que parece calmo pero te arrastra sin que te des cuenta.


Pero digámoslo claro, sin vueltas:

a Nicolás Lorenzo Sosa lo mataron.

Y mientras este silencio siga siendo ley, la impunidad va a seguir boyando tranquila, reflejando montañas, haciéndose la boluda.


*La poética de David Lynch en este caso*


Y observe el buen lector de "Santa Cruz Nuestro Lugar" que aquí es donde Los Antiguos deja de ser solo un puntito perdido en el mapa patagónico y pasa a dar "Twin Peaks" vibes mal, pero versión sur. Esa serie que armaron David Lynch y Mark Frost, que salió en 1990, se filmó entre 1989 y 1991 y volvió en 2017, ya sin filtro por NETFLIX, toda rota y oscura. Un pueblito yankee re lindo, bosques, cascadas, postal perfecta… hasta que aparece asesinada una piba querida por todos. El policial es la careta. El tema posta es otro: qué tan podrido puede estar un lugar que se vende como prolijo.


Lynch nunca te muestra el monstruo de frente. Te muestra el pueblo lindo, el cafecito calentito, la sonrisa correcta, el “buen día, vecino”. Y después te corre apenas la cortina y te cae la ficha. En Twin Peaks el crimen no rompe la armonía: la deja en offside. En Los Antiguos pasa lo mismo. El asesinato de Nicolás Lorenzo Sosa no desarmó nada; al contrario, ordenó el pueblo alrededor del silencio. Todo siguió funcionando, pero en modo encubrimiento. Como si nada. Como si fuera normal.


El silencio colectivo no aparece de la nada ni es inocente. Se arma. Se aprende. En los pueblos chicos, donde todos se cruzan, el grupo pesa más que la verdad. La pertenencia vale oro. Hablar es jugarse a quedar marcado, afuera del radar, cancelado versión pueblo. Entonces el silencio se vuelve estrategia de supervivencia: no me meto, no opino, no vi nada. No porque no duela, sino porque duele más quedarte solo.


Desde una lógica más profunda, el silencio es un pacto tácito. Nadie lo firma, pero todos lo entienden. Sirve para que el relato siga intacto: “acá somos tranquilos”, “acá no pasan estas cosas”. El crimen rompe esa fantasía, entonces hay que expulsarlo. No se lo nombra, se lo apaga de a poco, se lo deja morir solo. La memoria empieza a molestar, incomoda, estorba.


En Twin Peaks pasa algo clave: todos saben algo sobre Laura Palmer. Todos. Pero nadie sabe todo, y nadie dice todo lo que sabe. Cada uno guarda su pedacito. Así el peso no cae sobre nadie en particular. En Los Antiguos es igual. La info está fragmentada, repartida en susurros, en comentarios al pasar. Nadie miente del todo, pero nadie dice la verdad completa. Y así la responsabilidad se diluye como si nada.


El silencio también educa. Marca hasta dónde se puede llegar. Cuando un crimen así queda impune, el mensaje es clarísimo: hay temas que no se tocan, nombres que no se dicen, preguntas que mejor no hacer. Nadie te lo dice en la cara. Lo aprendés mirando. Se transmite. Se hereda. Es cultura del miedo versión low profile.


Lynch como artista laburaba mucho la idea de la doble capa: lo que se ve y lo que se esconde. La fachada y el fondo. En Los Antiguos la capa visible es el paisaje, la calma, la vida normal. La otra es el miedo, la culpa compartida, la conciencia de que algo gravísimo pasó y nunca se reparó. Y cuando una comunidad no procesa su trauma, no lo supera: lo congela. Lo guarda ahí, intacto, pudriéndose lento.


Por eso el tiempo parece clavado. Como en Twin Peaks, donde el pasado vuelve todo el tiempo en sueños, imágenes raras, detalles mínimos. Acá vuelve en carteles fotocopiados, en marchas chiquitas, en miradas que esquivan, en una madre que no afloja. El caso no cerró. Y lo que no cierra, siempre vuelve.


El silencio colectivo no es falta de palabras. Es una forma activa de organizarse. Ordena, cuida a algunos, deja solos a otros. Y mientras siga andando, el remanso va a seguir ahí: calmo por arriba, letal abajo. Porque cuando un pueblo elige callar, no borra el horror. Lo administra. Y eso, tarde o temprano, deja marcas.


Sobre las últimas líneas de esta columna, este humilde redactor se atreve a apuntar que tanto Nicolás Lorenzo Sosa como Laura Palmer ocupan el mismo lugar simbólico, aunque uno haya sido real y la otra ficción. No son solo víctimas individuales: son el punto donde se rompe la mentira colectiva. Representan aquello que el grupo sacrifica para que el orden siga funcionando. Sus cuerpos cargan con lo que el pueblo no quiere ver de sí mismo: la violencia naturalizada, el abuso de poder, el machismo, la complicidad cotidiana. En ambos casos, la víctima se vuelve espejo incómodo. Por eso duele, por eso se la tapa, por eso se intenta convertir su historia en “caso cerrado” o en “misterio”. Porque reconocer lo que les pasó no es solo pedir justicia por ellos, es admitir que el problema no fue un individuo aislado, sino una comunidad entera que eligió mirar para otro lado.

Por @_fernandocabrera

 
 
 

Comentarios


bottom of page