Los grandes naufragios en las aguas patagónicas
- Santa Cruz Nuestro Lugar

- 7 ago
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El domingo pasado me pintó bajón y me fui hasta Punta Loyola. A la tarde agarré el celu, pedí un Uber y me rajé sin mucha explicación. En el viaje, la conductora —una mina de unos treinta y pico, copada— me observó por el retrovisor con esa mirada entre curiosa y cómplice, y me tiró:
—¿Vos sos el que escribe en Santa Cruz, nuestro lugar, no? A veces te leo. ¿Estás investigando algo ahora?

Le mandé fruta. Le dije que sí, que estaba con algo medio raro. Pero la verdad es que no. Nada de eso. Nada más quería estar solo. Solo de verdad. Llevar al extremo esa sensación, como si fuera un experimento mental. Quería ver qué me pasaba en la cabeza ahí, entre el viento y el silencio, sin nadie que me rompa los huevos.
Cuando llegamos, antes de bajarme, le pedí que volviera a buscarme tipo 10 de la noche. Pero le tiré la posta:
—Mirá, si podés vení con alguien. No quiero que pienses que soy un loquito o un psicópata. No da que vengas sola de noche a buscar a un desconocido en medio del descampado.
Se rió un poco, me dijo que estaba todo bien, y se fue.
Me bajé. El viento me metió un cachetazo de esos que te limpian el alma. Caminé hasta la orilla, sobre esa mezcla de mar y ripio húmedo, pesado, espeso como barro con sal. No me senté en una piedra, no. Me tiré en el ripio mismo, como diciendo “acá estoy, bancátela”. Y ahí, a mí lado, el Marjorie Glen. O lo que queda de él. Un bicho de acero oxidado que quedó clavado ahí desde el 21 de julio de 1911. Había zarpado de Glasgow, cargado de carbón, y se vino a pique en la boca de la ría cuando una tormenta lo revoleó contra la costa. Lo abandonaron ahí. Y ahí quedó. Como un monumento a la desmemoria. Un dinosaurio de lata, testigo de la marea.
Mientras lo junaba, como en trance, se me vinieron a la cabeza otros nombres. Otros naufragios. Otras historias que terminaron igual: en silencio y bajo el agua.
Está el Monte Cervantes, que se fue al fondo el 22 de enero de 1930, cerca de Ushuaia. Era un crucero alemán con más de 1200 personas a bordo. Chocó contra unas rocas en el Canal Beagle. Salvaron a todos menos al capitán, Theodor Dreyer, que se hundió con la nave. Dicen que se tiró solo. Código de honor, ponele.
Después está el Duchess of Albany, un vapor inglés que se encajó cerca del Cabo de Hornos en 1893. Venía del Atlántico Norte y lo agarró un temporal de la puta madre. Terminó partido en dos. Lo usaron como chatarra hasta que el mar se lo tragó del todo.
El John Elder también cayó por esa zona. Era un barco de pasajeros inglés, y el 17 de diciembre de 1883 encalló cerca de la costa santacruceña, rumbo a Chile. Venía lleno de inmigrantes. Todos sobrevivieron, pero el barco quedó como chatarra salada.
Después el Amadeo, que no se hundió del todo, pero quedó varado en Bahía San Julián. Un barco a vapor de casco de hierro, construido en 1910. Se usaba para transportar lana, cueros y víveres en la costa patagónica. En 1932 lo dejaron ahí, en tierra firme, donde hoy es casi un esqueleto de museo al aire libre.
Y el Ambassador, que desapareció sin dejar rastro en 1873, entre Puerto Santa Cruz y el Atlántico. Era un velero grande, con tripulación completa. Nunca se supo qué pasó. Nada. Como si se lo hubiese tragado un dios mudo y cabrón.
Otros nombres se me mezclaban con el viento: el Foam, que encalló en 1877 cerca de San Sebastián, en Tierra del Fuego. O el Dundee, que en 1901 se estrelló contra las rocas del Cabo de Hornos, envuelto en una tormenta de la puta madre.
También está el Pinguin, un pesquero chileno que se fue a pique cerca de Puerto Natales en 1949, y el Chaihuin, que en 1950 desapareció en el Estrecho de Magallanes sin dejar ni una tabla flotando. Misterio total. Dos años después, en 1953, el Santa Leonor —cargado con lana— naufragó frente a las costas de Punta Arenas.
Asimismo, una goleta carbonera fue tragada por el mar en cercanías de Caleta Olivia. Y dicen que un barco ballenero corrió igual suerte cerca de Puerto Deseado. No hay fechas, ni nombres de capitanes. Solo restos, rumores y mareas que no devuelven nada.
Y claro, el más tremendo: el ARA General Belgrano. El 2 de mayo de 1982, en plena guerra de Malvinas, lo hundió un submarino nuclear británico, el HMS Conqueror, con dos torpedos. Fue afuera de la zona de exclusión. Murieron 323 pibes. Una masacre. Una herida que sigue abierta.
Me quedé ahí tirado hasta que el cielo se llenó de estrellas. Y no era un cielo cualquiera. Era un techo lleno de cadáveres de luz. Porque muchas de esas estrellas que vemos ya están muertas. Se apagaron hace miles o millones de años. Lo que vemos es su reflejo viajando a toda velocidad por el espacio, como un telegrama cósmico que nos llega tarde. Nos ilumina el fantasma de algo que ya no existe. El universo es así de loco: cuando mirás al cielo, no estás viendo el presente. Estás mirando al pasado. A un pasado tan lejano que ni entra en la cabeza. Y me cayó la ficha: el cielo también es un cementerio. Uno brillante, sí. Pero cementerio al fin. Un camposanto de luz extinguida.
A las 10 en punto volvió el Uber. Pero lo loco fue que la conductora volvió sola. Confiada. Como si supiera que yo no era ningún chapita, ni un tipo de esos que te dan mala espina. Me sonrió desde el asiento, como diciendo “sabía que no pasaba nada”. Me subí sin decir mucho. Ella tampoco habló.
Nos volvimos así, en silencio, con el mar pegado al vidrio y todo el frío del mundo intentando colarse por la hendija de la ventanilla.
Y yo... con esta crónica entre manos para "Santa Cruz nuestro lugar" y con el pecho atravesado por esos dos cementerios que acababa de atestiguar: el estelar y el marino.
Por @_fernandocabrera














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