¿Ya te cruzaste con algún pelotudo que te dijo que la serie El Eternauta es mala?
- Santa Cruz Nuestro Lugar

- 2 may
- 3 Min. de lectura
Por estos días, El Eternauta se metió en nuestras casas por la puerta grande: la de Netflix. Y, como era de esperarse, se prendió el ventilador en redes. Que me gusta, que no me gusta, que esto no era así, que “yo lo leí en la secundaria”, que “ni idea, pero vi el tráiler”. En fin, la tribuna opinando como si el arte se definiera por gustos, como si fuera un plato de fideos. El gusto, hermano, es para la milanesa a la napolitana, no para una obra que interpela desde lo más profundo de nuestra historia colectiva.

Y ojo, que esta no es una defensa ciega. Ya vimos lo que pasó con The Sandman, ¿no? Netflix tiró toda la carne al asador con Neil Gaiman, pero se olvidaron de que una adaptación tiene que hablarle a otro público, a otro medio, a otro lenguaje. Gaiman no quiso ceder ni un ápice, y el resultado fue una serie hermosa para los que leímos la historia en los tomos de tapa dura, pero un embole para el que quería engancharse desde cero. Con El Eternauta no pasó eso: incluso el que no leyó una sola viñeta de Oesterheld puede entrarle de una a esta historia.
¿Por qué? Porque la adaptación entiende algo fundamental: que el cine y la tele son otro viaje, que la cámara cuenta distinto que la viñeta, que no se trata de copiar, sino de traducir. Hacer una buena crítica cinematográfica no es ver si se parecen los personajes, sino preguntarse cómo está contado, si hay ritmo, si hay conflicto, si los diálogos no suenan a Wikipedia y, sobre todo, si la esencia está. Y en El Eternauta, esa esencia no se perdió: el héroe colectivo. Ese que no tiene capa ni antifaz, que no vuela, que no tiene poderes... pero sí convicciones. Ese que es cualquiera, todos, vos, yo, el vecino de al lado, sin importar clase, género, partido político ni camiseta.
Y ahí está la paradoja, que es el corazón del arte, la filosofía y hasta de la religión: un héroe colectivo, símbolo de la resistencia, vuelve a nosotros a través de una plataforma capitalista global que te sugiere qué ver según algoritmos. Como si Juan Salvo atravesara la tormenta de nieve radiactiva para aparecer entre La Casa de Papel y Cobra Kai. Pero no es la primera vez: lo mismo pasó con V de Vendetta, un anarquista convertido en remera de moda por Warner Bros., o con el Che, eterno símbolo de lucha, estampado en tazas vendidas en Amazon.
Pero no hay que escandalizarse por eso. Es en esa contradicción donde el arte respira, y donde la figura del Eternauta se vuelve aún más potente. Porque el mensaje sigue ahí, intacto, esperando que alguien lo vea, lo entienda y lo sienta como propio. No importa si fue en una página amarillenta de los años 50 o en una pantalla 4K. Lo importante es que vuelve. Siempre vuelve. Y cuando lo hace, no viene solo: viene con todos nosotros.
Ahora bien, una última cosa que el buen lector de "Santa Cruz nuestro lugar" debe atender es la del elefante en la pantalla: ¿Darin la rompió o no? La verdad, sí. Y no solo porque es Darín —que ya sabemos que el tipo te aguanta una película con una ceja levantada y un café frío en la mano—, sino porque logra algo clave en la actuación: se borra. Desaparece. No ves al chabón real que es ni al actor de Carancho ni al de El secreto de sus ojos; ves a Juan Salvo, ese tipo común metido hasta el cuello en una que no entiende nadie. Según Stanislavski, uno de los grosos de la teoría actoral, un buen actor es el que se esfuma para dejar que el personaje respire. No actúa, vive. Y eso pasa acá: Darín se mete en el traje hermético y no sale más. Es creíble, es humano, te transmite cagazo y coraje al mismo tiempo. Y lo más loco: aun cuando está solo, lo ves acompañado. Porque lo que encarna es eso, el alma del héroe colectivo. Uno que somos todos.
Por @_fernandocabrera














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