#24M: Mi biblioteca subversiva
- Santa Cruz Nuestro Lugar
- 23 mar
- 3 Min. de lectura
Esto de vivir en una ciudad como Río Gallegos, donde el alquiler puede subir en cualquier momento, hace que las mudanzas sean un karma. Cada vez que me toca rajarme de un barrio a otro, los libros se vuelven un lastre. Las cajas se amontonan, se desbordan, y el embalaje se hace eterno. No importa cuántos decida dejar atrás, siempre hay algunos que no puedo largar. Porque más allá de la paja mental de la practicidad, esos libros son algo más. Son resistencia.

No es casualidad que, entre tantos, haya diez que jamás puedo soltar. No son solo libros: son testigos de una época jodida, la dictadura cívico-militar argentina. Fueron concebidos cuando la palabra escrita era un acto de coraje. En una Argentina muda, fueron los gritos ahogados de los que se plantaron contra el poder. Y no son solo historias. Son resistencia hecha papel.
Por eso, querido lector de Santa Cruz nuestro lugar, aquí te los comparto:
"El beso de la mujer araña", de Manuel Puig (1976). Es el primero que se me viene a la cabeza. En plena dictadura, este libro fue una patada al statu quo. Hablar de amor libre cuando el régimen te decía cómo tenías que vivir, sentir y hasta respirar era un desafío. Puig rompió todo con su historia, y ese beso, esa transgresión, sigue siendo una cicatriz imborrable en la memoria de la resistencia.
"El libro de los chicos enamorados", de Elsa Bornemann (1977). En su momento, fue casi un acto criminal. ¿Escribir sobre el amor infantil cuando hasta abrazarse podía ser peligroso? Inadmisible. Pero Bornemann se la jugó y la dictadura se lo cobró. Hoy, este libro me recuerda que hasta la ternura puede ser revolucionaria.
"Alguien que anda por ahí", de Cortázar (1981). Como bien sabemos, el amigo Julio tenía ese don de sacudirte la cabeza con lo que no se decía, con lo que se escondía. Su narrativa es un susurro que hace más ruido que un grito. Y por eso lo censuraron. Porque hasta en su sutileza había un filo que cortaba el silencio de la época.
"La vida es un tango", de Copi (1981). Este libro no solo te descoloca, te cachetea. Copi (pseudónimo de Raúl Damonte Botana Taborda) hablaba de todo lo que el régimen no quería ni nombrar: política, corrupción, deseo, libertad. Con su humor ácido y su irreverencia, te hacía reír mientras te abría los ojos. Y eso, en tiempos oscuros, era imperdonable.
"Respiración artificial", de Ricardo Piglia (1980). Este autor de la hostia se metió en los rincones más oscuros de la historia argentina. Sus páginas están llenas de silencios incómodos, de verdades que el poder quería sepultar. Pero la literatura, cuando está escrita con la verdad, es como un tatuaje: no se borra.
"Operación Masacre", de Rodolfo Walsh (1957). Este no es solo un libro. Es una bomba. Walsh no escribió historia, la enfrentó. Puso en papel una verdad que el Estado quería enterrar. Y le costó la vida. Pero su palabra sigue, intacta, indestructible.
"Ganarse la muerte", de Griselda Gambaro (1984). Cruda, brutal, sin anestesia. Gambaro no tuvo miedo de mostrar la deshumanización del régimen. Este libro no es solo literatura, es un espejo en el que la dictadura jamás quiso verse reflejada.
"La torre de cubos", de Laura Devetach (1980). Un libro infantil. Sí, infantil. Y aun así lo prohibieron. Porque la imaginación era peligrosa, porque la libertad de pensamiento no se podía permitir ni en los más chicos. Devetach nos dejó la premisa de que la resistencia empieza desde la infancia.
"El pueblo que no quería ser gris", de Beatriz Doumerc (1980). Un cuento que parecía inofensivo, pero que la dictadura vio como una amenaza. ¿Por qué? Porque hablaba de un pueblo que se niega a ser uniformado, que lucha por su identidad. Y eso, en un país donde el control lo era todo, era inaceptable.
"Monte de Venus", de Reina Roffé (1982). Lo censuraron porque hablaba del deseo femenino. Porque en una época de represión, atreverse a nombrar el placer era un acto de desafío. Roffé lo hizo, y por eso su libro quedó marcado como subversivo.
Cada uno de estos libros es un acto de resistencia. En la época más oscura, fueron la voz de los que se negaron a callar. Y aunque mudarme sea un quilombo, aunque cada uno pese lo suyo, estos diez ejemplares van a seguir conmigo ¿Por qué? Porque la memoria no se negocia. Y mucho menos con terroristas de Estado.
Por @_fernandocabrera
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