Ella y el machismo legislativo
- Santa Cruz Nuestro Lugar
- 17 mar
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El reloj marca las 7.26 AM. Afuera, Río Gallegos despierta con el rumor de un día que no es cualquiera. Es el 08 de marzo, Día Internacional de la Mujer. En mi cabeza, la historia de treinta mujeres enterradas en El Puerto del Hambre intenta tomar forma.

Víctimas de un relato que las olvidó, de un mundo que privilegió héroes sobre derrotadas. Quiero escribir sobre ellas, darles voz en una fecha que exige memoria, pero la idea se mantiene difusa, sin terminar de definirse.
Para despejarme, salgo a correr a la ría. El viento patagónico me cachetea, el cuerpo encuentra su ritmo, la mente busca claridad. Tal vez en la cadencia de la respiración se ordenen los pensamientos, tal vez el texto se acomode solo. Pero la historia de esas mujeres sigue esquiva, como si se resistiera a ser contada en los términos en los que la estoy buscando para "Santa Cruz nuestro lugar".
De regreso, cuando paso al trote frente a la Legislatura, la veo. Agostina Mora desciende de un auto; entra apurada, inmersa en sus pensamientos. Su cabello rizado cae en suaves espirales alrededor de su rostro, enmarcando una expresión serena. La luz mañanera armoniza sus rasgos: una frente amplia, pómulos exiguos, labios que insinúan una sonrisa discreta. Su mirada, equilibrada entre la introspección y la calidez, parece sostener el instante con naturalidad. La veo saludar a alguien y, en ese gesto mínimo, la idea que venía craneando sobre las mujeres de Puerto del Hambre se deshace.
Apuro el trote hasta casa. Llego. Preparo el mate amargo a toda prisa. Delibero no ducharme por temor a que el agua me lave la idea. Con ese ímpetu me siento frente al teclado y escribo:
Hay nombres que la historia intentó enterrar bajo el peso de estructuras que parecían inamovibles. Mujeres que, desde una banca en el parlamento o en el centro de la tormenta política, desafiaron el statu quo con la única certeza de que su lucha no era solo propia, sino colectiva. Algunas quedaron en los márgenes de los libros oficiales, otras fueron reducidas a figuras anecdóticas, pero todas, sin excepción, enfrentaron la maquinaria del poder que, cuando es patriarcal, es siempre voraz.
Agostina Mora se suma a esa genealogía de mujeres que se negaron a ser meros testigos de la injusticia. En su cruzada por la destitución de Fernando Españón, acusado de violencia de género, está el estigma de un ministerio de igualdad desmantelado por el gobierno de Vidal y el eco de otras voces de compañeras en otras batallas libradas en tiempos y geografías distintas, pero con un mismo adversario: un sistema patriarcal que protege a los suyos con la soberbia de quien no teme perder. Muchas mujeres santacruceñas ocuparon una banca legislativa. Aun así, no es difícil ver en su lucha los vestigios de Margarita Malharro de Torres, la primera senadora argentina, que debió abrirse paso en un contexto diseñado para ignorarla. Tampoco es ajena su determinación a la de Clara Campoamor, que desde su banca en la España de 1931 peleó en soledad por el voto femenino, enfrentando la burla y el descrédito de sus propios colegas. Como ellas, Mora sabe que la política no es un juego de sutilezas cuando se trata de romper estructuras.
Santa Cruz no es ajena a las lógicas del pacto y la omertá. La Cámara de Diputados, como tantas otras en la historia, es un escenario donde las denuncias suelen diluirse en trámites burocráticos que nunca llegan a destino. La impunidad se alimenta de silencios cómplices y miradas desviadas, de la esperanza de que el tiempo haga lo suyo y que todo, al final, quede en nada. Pero ella insistió. No cedió ante la conveniencia del olvido ni ante la presión de quienes preferirían que las mujeres en la política no hicieran demasiado ruido. Su presencia es incómoda porque señala lo que otros eligen no ver. Como lo hizo en su momento Victoria Woodhull en el Congreso estadounidense del siglo XIX, desafiando a los hombres que la acusaban de indecencia mientras protegían sus propias miserias. Como lo hizo Julieta Lanteri, la primera mujer en votar en Argentina, cuando entendió que esperar el permiso del sistema era condenarse a la inacción.
Mora, como ellas, ha tomado una decisión irreversible: no ser espectadora de la injusticia. Sabe que la historia no siempre es justa con las mujeres que desafían el orden establecido, que muchas veces las castiga con el exilio, la difamación o el olvido. Pero también sabe que, tarde o temprano, esos nombres regresan, reivindicados por generaciones que entienden lo que en su tiempo fue negado. Queda por verse si su lucha logrará la caída de Españón o si, como tantas veces antes, la política encontrará una manera de proteger a los suyos. Pero lo que ya es innegable es que Mora ha movido una pieza que muchos creían fija. Y cuando una mujer en el poder se niega a obedecer las reglas del silencio, la historia, aunque a veces tarde, siempre le da la razón; o, mejor dicho: la verdad.
Por @_fernandocabrera
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