top of page

“La jaula de un hombre": un vuelo teatral que nunca despega

  • Foto del escritor: Santa Cruz Nuestro Lugar
    Santa Cruz Nuestro Lugar
  • hace 20 minutos
  • 5 Min. de lectura

Resulta justo y necesario empezar celebrando el trabajo sostenido de la revista riogalleguense "La Rama", ese espacio vital donde los textos literarios de autores santacruceños encuentran no sólo su primera lectura, sino también su posibilidad de diálogo con el público. En una provincia donde la circulación cultural suele quedar reducida a los márgenes, La Rama opera como un pulmón editorial que oxigena la escritura local, la exhibe y la discute. Es gracias a proyectos así que los textos se vuelven materia visible; y que el lector puede acceder a la obra de autores que, sin ese puente, quedarían confinados a sus cuadernos o a lecturas privadas. En ese sentido, que "La jaula de un hombre" de Aníbal Albornoz haya llegado al público a través de La Rama no sólo enriquece el mapa literario local, sino que permite someter la pieza a un análisis crítico, necesario para pensar qué tipo de teatro se está produciendo en la región y hacia dónde podría —o debería— evolucionar.

ree

La obra "La jaula de un hombre", de Aníbal Albornoz, se presenta como una exploración poética del encierro y la identidad, pero en su intento por sostener ese tono lírico termina diluyendo los principios básicos del hecho teatral. Su problema principal radica en la confusión entre poesía y dramaturgia: Albornoz escribe con la cadencia de un poemario, pero lo hace desde la ilusión de que esa musicalidad basta para sostener una puesta en escena. El teatro, sin embargo, no sobrevive solo de metáforas. Necesita acción, riesgo, decisión. En "La jaula de un hombre" abundan imágenes bellas, pero muertas. Cuando el protagonista Ato Yasura —llamado “Hiroshima”— dice “yo fabrico jaulas, pero no sé si encierro pájaros o palabras”, el texto ofrece una frase redonda, sí, pero estática: no produce movimiento dramático ni consecuencia. El personaje confiesa, pero no actúa; y el espectador, ante tanta enunciación introspectiva, se ve relegado al papel de lector contemplativo más que al de testigo de un conflicto.


Esta carencia estructural se evidencia en la debilidad del conflicto central. La obra sugiere una tensión entre el oficio (el carpintero) y el arte (el poeta), entre la materia y el espíritu, pero nunca la encarna plenamente en una situación teatral. Gretel, la contraparte femenina, aparece como eco o antagonista sin desarrollo propio. En una de sus intervenciones dice: “Usted no es poeta, Ato, usted es carpintero, y los carpinteros no vuelan”. Esa sentencia podría detonar un quiebre —la humillación, la rabia, la negación del propio deseo—, pero no ocurre nada. Ato no reacciona, no hay consecuencias. El intercambio se desvanece en el aire y el conflicto queda flotando, abstracto, sin metabolizarse en acción. La obra no avanza; se estanca en un circuito de declaraciones.


El problema de fondo es que los personajes no son seres con objetivos y contradicciones, sino vehículos de ideas. Gretel no desea, no teme, no elige; sólo representa la voz que desautoriza la fantasía del protagonista. Ato Yasura, por su parte, funciona como portavoz de un lirismo que el autor quiere transmitir, pero que no se sostiene en el cuerpo. Cuando dice “soy un Hiroshima que no explota, pero arde por dentro”, la frase busca conmover, pero suena prefabricada: el símbolo (la bomba, el trauma, el fuego) se impone sobre la experiencia humana. Lo mismo ocurre con las referencias culturales que el texto amontona sin articulación —Japón, los Andes, Ella Fitzgerald—: no hay una justificación dramática para esa mezcla, sólo una voluntad estética de exotizar lo poético. El resultado es una hibridación cultural superficial, donde el personaje japonés-argentino se convierte en rareza decorativa más que en figura trágica.


La escenografía tampoco escapa al exceso de literalidad simbólica. El dispositivo central —una gran jaula colgante que domina el espacio— pretende ser metáfora de la condición humana, pero al aparecer desde el inicio y sostenerse durante toda la obra, pierde su poder de sugestión. El símbolo, repetido y subrayado, se transforma en cliché. Lo mismo ocurre con la música de Ella Fitzgerald, que se usa para reforzar la nostalgia del encierro en lugar de contradecirla o complejizarla. En lugar de permitir que la jaula se vuelva interrogación (¿quién encierra a quién?, ¿es el arte también una prisión?), Albornoz la vuelve explicación: un decorado que traduce de forma literal la tesis del texto. El teatro, cuando se vuelve explicativo, se vuelve didáctico; y la didáctica mata la ambigüedad.


Otro problema importante es el ritmo. La pieza está saturada de lenguaje poético: frases extensas, repeticiones de imágenes, enumeraciones que podrían funcionar en una lectura íntima pero que en escena agotan. “Los pájaros… los pájaros no cantan, tiemblan”, recita Ato en un momento, y luego vuelve sobre lo mismo más adelante: “Los pájaros tiemblan de miedo, no de música”. Esa insistencia, que en un poema podría construir una atmósfera, en escena se vuelve redundante. El teatro necesita economía: cada palabra debe empujar una acción, cada silencio debe pesar. En La jaula de un hombre, el silencio no es pausa significativa, es vacío.


El espectador sale con la sensación de haber presenciado un recital poético más que una obra de teatro. La pieza no propone un mundo en transformación, sino una idea que se reafirma a sí misma. Albornoz parece creer que el lirismo es suficiente para conmover, pero la emoción teatral no nace del adorno verbal, sino del riesgo visible. La jaula nunca se rompe porque nunca hubo una verdadera lucha por salir. Ato Yasura no cambia, no se ilumina, no se destruye: simplemente declara su condición, la contempla y la estetiza. Gretel no lo libera ni lo destruye; sólo confirma su encierro. Todo termina donde empezó.


Por eso, "La jaula de un hombre" fracasa como obra teatral. Tiene sintagmas que todo el tiempo quieren ser estéticos, pero no teatro. Su simbolismo es obvio, sus personajes son planos, su conflicto no se desarrolla y su ritmo es cansino. Es una pieza que confunde profundidad con densidad, belleza con verdad, poesía con acción. Si se la montara, exigiría una dirección sumamente precisa para compensar las carencias estructurales, reduciendo el texto, transformando imágenes en gestos, y restituyendo a los personajes su derecho al deseo. Porque sin deseo, sin decisión, sin cuerpo que arriesgue, no hay teatro posible, apenas una jaula verbal suspendida en el aire.


*¿De qué va la obra?*


Para el lector de "Santa Cruz Nuestro Lugar" que busque saber de antemano de qué va esta obra, La jaula de un hombre cuenta la historia de Ato Yasura, un carpintero apodado “Hiroshima”, que vive en un pequeño pueblo andino fabricando jaulas y trampas para pájaros. Entre la rutina del taller y la obsesión por atrapar el canto ajeno, se abre una forzada grieta poética: el hombre que encierra aves empieza a preguntarse si no es él quien vive preso. A su lado aparece Gretel, figura ambigua, compañera y juez, que lo enfrenta con una frase tajante: “Usted no es poeta, Ato, usted es carpintero, y los carpinteros no vuelan”. Desde esa tensión entre el oficio y el deseo, entre la materia y la palabra, la obra se esfuerza por explorar los límites del arte, la libertad y la identidad. Sin embargo, su lirismo (?) se impone sobre la acción, convirtiendo el drama del encierro en una metáfora muy recurrente en tantísimas obras de cualquier género, lo que le resta originalidad y fuerza escénica.


La pieza ha sido premiada en un festival internacional, un logro que, a primera vista, parecería avalar su mérito. Sin embargo, categóricamente puede sostenerse que ese reconocimiento se ha dado muy lejos de su propio terruño, precisamente porque en esos escenarios ajenos no se conoce ni se vive el contexto cultural que la obra quiere reflejar. Allí, el lirismo se percibe como exotismo y la densidad poética es celebrada como originalidad, mientras que en su lugar de origen (es decir, aquí) la obra se topa con una realidad escénica sumamente moderna que exige acción, conflicto y personajes con cuerpo, no solo con palabra. El premio, entonces, no legitima la obra como teatro efectivo.

Por @_fernandocabrera

 
 
 
bottom of page